28.1.06

La ironía es un arte de la distancia

No daré nombres, pero a riesgo de aburrirles voy a hablarles hoy de un tipo de director de orquesta demasiado habitual en los escenarios de hoy día: "el Prepotente y Dignísimo Tirano a quien los Músicos Ridiculizan sin Piedad" (a partir de ahora, PDTMRP). Este señor acostumbra a posar sus dignos tacones sobre el púlpito del director con aire afectado. Alza la barbilla al llegar a su lugar, mira con ojos entrecerrados al personal, emplea un tono de voz afectado y pomposo cada vez que accede a compartir su mayestática sabiduría con el común de los mortales, tiende a ridiculizar y a comentar con desprecio cada error de los músicos, desde la distancia en la que se encuentra como heredero de los Mozart, Beethoven o Strauss. En los ensayos sufre, se le nota, tratando de decapar para los tarugos de la tropa cada obra, hacerla digerible para que la interpretación sea, al menos, aceptable y no demasiado vergonzante; enfurece cuando descubre a la orquesta hablando como en un zoco oriental en lugar de prestarle la debida atención, cada vez más altos los cuchicheos conforme avanza el tiempo, reafirmándole en su opinión (expresada en voz alta, claro está) de que a nadie le interesa lo mucho que él tiene que decir, mostrando con aire fatigado su desesperación al comprender que, vaya, que al concierto no llegamos a tiempo con la preparación adecuada.
Su gesto con la batuta es siempre genial; los tiempos lentos, que precisan de subdivisiones para que los músicos sincronicen sus emisiones, él prefiere no ya subdividirlos, sino hasta espaciar los movimientos más allá de lo marcado por el compositor (otro ignorante, no vean ustedes, al que debieron dar el carné de compositor en una tómbola austríaca o vienesa): el autor escribió cuatro por cuatro, o sea, cuatro negras en cada compás; en un tiempo lento, lo lógico sería esperar cuatro movimientos de batuta, uno para cada negra. Pues no. Claro que no: nuestro PDTMRP es genial, ya lo hemos dicho, en él no cabe la lógica y sabe (debió decírselo la viuda del compositor, seguro) que es mejor marcar sólo el inicio de cada compás en un largo, medido y amplísimo gesto, elegante, divino, genial. Los músicos, ignorantes, no son capaces de tocar juntos; pero cuánto de estéticamente hermoso perdería el ritual del concierto si no pasease sus conocimientos por los escenarios del Señor para que quien de verdad sepa apreciar su inagotable sapiencia quede satisfecho. (Ritual del concierto que, por cierto, el PDTMRP interpreta como una suerte de misa elegíaca de la música en la que él es el único y verdadero protagonista).
Lo que no sabe el PDTMRP es que la orquesta es un enorme monstruo, una mente colmena que ha visto pasar ante ella a muchos otros engendros, tan incapaces como él, y los ha devorado uno por uno. No sabe que a sus comentarios hirientes y mordaces la mente colmena responde con agudos susurros repletos de la más fina ironía. Que dentro de ese grupúsculo de ignorantes y malos instrumentistas hay, en realidad, más de diez o doce artistas enormes que saben mucho más de música que él mismo, que a cada ampuloso movimiento lanzado por esas manos de manicura reaccionan con suspiros agotados; que tanto hablar, tanto hablar, no es debido a la mala educación del músico, sino al hastío profundo en el que acaban esos ciento diez señores merced a los comentarios absurdos del PDTMRP, uno de esos aburrimientos tan absoluto, tan terrible, tan profundamente mental, que sólo puede sentirse cuando trabajas en lo que amas y asistes cada semana a una lección magistral de esos Dioses Reencarnados que no son sino monigotes ignorantes y tirando a patéticos. No sabe que esa orquesta, en el concierto, toca sola, sin hacerle demasiado caso, sin seguir sus gestos equivocados y arrítmicos. Que sólo reacciona ante el primer batutazo y ante el último (a menudo siquiera eso, que para algo se inventó al concertino). Que cuando el Maestro se equivoca, porque el PDTMRP siempre se equivoca durante los conciertos, el ente colmena cubre el error gracias a esos diez o doce grandes artistas que arrastran al resto de sus compañeros, no sin lanzarse mutuamente sonrisitas cómplices que dicen mucho más de lo que parece.
Y, cuando nuestro PDTMRP lo descubre, cuando se ve asediado por sonrisitas mordaces, reacciona como todo disminuido ante un monstruo que no había sabido calibrar: sin respeto, desde el temor. Abandona la distancia y entra en el cuerpo a cuerpo, en el insulto personal y la vejación más burda. Es entonces cuando la orquesta se relaja al fin y comienza la digestión.

Ahora bajen del podio a nuestro PDTMRP y substitúyanlo por cualquier político actual, no de los oscuros que trabajan en las sombras, que esos son listos como hurones, sino uno de esos líderes mediáticos que nos ilustran con sus retorcidos y tendenciosos discursos divinos sin saber que el gran ente colmena se aburre porque sabe mucho más de lo que parece. Y que, cuando entran en el cuerpo a cuerpo, el ente colmena los devora sin piedad, ninguneándolos y disminuyéndolos hasta que los digiere. Desde la distancia, como debe ser, con la inteligencia por bandera y la acidez habitual en los chistes, usando y abusando del terrible arte de la ironía.