24.6.06

Una Perla de Horror

Hará cosa de dos meses discutía yo con un buen amigo mío, muy aficionado al cine de terror y mucho menos a las novelas que lo alimentan o lo han alimentado en su mayor parte. Decía mi amigo que una novela no posee la inmediatez o la capacidad de causar un choque a su objetivo, el lector, quien, para empeorar la cosa, no sólo puede encender la luz de toda la casa mientras lee (de hecho, necesita alguna luz para poder leer) apartando gran parte de los fantasmas que se nos aparecen en la sala oscura del cine, sino que hasta puede cerrar el libro si la cosa se pone fea. Porque en el cine uno no puede escapar, ya saben ustedes; sobre todo si, como es habitual, se acude al pase en manada para poder apoyar tu inseguridad en los colegas de al ladito (lo cual, a mi juicio, no deja de ser una trampa tan rastrera como lo de encender las luces).

La capacidad de asustar mediante el recurso de un golpe violento acompañado de una fuerte sacudida de timbales o metal chirriando la posee en exclusiva la gran pantalla. Algo menos la televisión, por grande que sea el aparato, donde uno también puede encender las luces y hasta acompañarse de un bocadillo en el que centrar la atención para no tener que ver a ese maldito niño de piel blanquecina que parece brillar y sonríe con una boca repleta de hermosos dientes afilados que no parecen necesitar ningún tipo de ortodoncia, y quien flota al otro lado de la ventana de su amiguito pidiéndole que le deje entrar, por favor, que el Amo así lo quiere.
En tiempos, ese recurso al susto inmisericorde fue un don que explotaba la radio, y hay quien piensa (el maestro King, sin ir más lejos. Y no vamos a ir muy lejos del maestro King en este modesto artículo) que la radio por sus características puede llegar más lejos que el cine a la hora de crear no sólo susto, sino genuino terror: la radio deja demasiado a la imaginación del oyente. Y, como suele decirse, en la imaginación a los monstruos no se les ve nunca la cremallera. Pero el susto, el miedo inmediato, pertenece a la vida real y a la gran pantalla; tuve que estar de acuerdo con mi amigo.

Decía también que el terror más incontrolado, el que te hace temblar y apretar con los dedos los apoyadores de tu butaca o el brazo inocente de tu novia sin darte ni cuenta, nunca alcanza el mismo nivel de intensidad en un libro que en una sala oscura ante una pantalla de veinte metros de diagonal con los altavoces del multicanal ajustados a un volumen excesivo. Usaba el mismo flotador de antes: la ausencia de luz y la falsa soledad que la oscuridad del cine genera. Yo discrepaba y discrepo en este punto; la luz encendida de una lámpara para leer cercana a ti crea mil y una sombras extrañas, una penumbra de cosas que se mueven en los horizontes desenfocados de tus ojos que puede llegar a ser más acojonante que la oscuridad de un cine. Además de otra cosa: uno siempre lee en verdadera soledad, y por más que alargues la mano no hay un apoyador a mano ni un brazo de novia a tu lado; verdadera soledad o soledad acompañado de uno mismo, que es peor. Los miedos, el alcance de la imaginación (que en el lector impenitente es mucho), las experiencias vitales… todos ellos dentro de la cabeza empeñados en imbricarse para jorobarte y obligarte a cerrar el puto libro hasta mañana, que ya es tarde y hay que trabajar. Y a dormir pronto, aunque con la luz encendida.
Pero me consta que ni pude ni puedo convencerlo, porque es de los que leyó Drácula sin muchas expectativas, o esperando encontrarse dentro a Christopher Lee, y acabó cerrándolo en cuanto el Conde aparece por Londres. Empate técnico, ¿vale? Lo concedo a regañadientes, que conste.

El problema de verdad comenzó cuando comenzamos a discutir acerca del Horror. No terror, no escalofrío, o rechazo ante una situación que sobrepasa la repugnancia. Horror. Del güeni-güeni, como dicen en Cádiz, del que nos asalta cuando asistimos a una escena que nos sorprende no tanto por lo que muestra sino por lo que implica. Como sucede siempre en algún momento intermedio de los mejores cuentos del mentado Stephen King, o de cualquiera de los grandes cuentos de horror de todos los tiempos. O en los finales en suspense de los cómics de terror que uno leía en la infancia y en los que se muestra la mano del Ser que nunca ha acabado de aparecer a punto de tomar el brazo del protagonista y sabes bien que es imposible que el Ser esté allí y puedes imaginar lo que va a ocurrir (¿dónde está el interruptor? ¡Quiero encender la luz!).
Mi amigo aseguraba que es imposible producir genuino horror sin llenar dos páginas de novela. Que funciona, pero que necesitas cuatro minutos al menos para llegar a la sensación y que, por esa demora excesiva, la dosis de adrenalina es menor que cuando el director de “Saw” te arrea la primera bofetada. Ah, pero aquí me pilló preparado. Yo no sólo creo que puede producirse horror con un mínimo párrafo compuesto por unas pocas palabras, sino que lo sé. Lo sé perfectamente.

Y lo sé porque lo he sufrido.

Treinta palabras, mucho menos de lo que cuesta contar un chiste mediano.

Así que, y para evitar los condicionamientos que puede producir el tono de voz del que suscribe cuando se pone serio y amenazador (y cuando digo condicionamientos no pretendo insinuar que fuera con ello a aterrar en mayor medida a mi amigo, sino todo lo contrario), para que la experiencia fuera genuina, quedé en enviarle el párrafo en un email. Una perla de horror de regalo, sencilla, nada elaborada, tan rápida en sus efectos como una de las pastillas placebo de House o la mejor secuencia de la peor (en el buen sentido) película de David Cronenberg; sin presentación de personajes, sin desarrollo de la escena, sin efectos especiales. Sólo usted, las treinta palabras… y su pérfida y malintencionada imaginación. ¿Las quieren? ¿Quieren esas pocas palabras?
Temo decepcionarlos, pues estarán esperando que sus corazones vuelquen y no creo que suceda tal cosa; porque entonces jugaba con el escepticismo de mi amigo y podía aprovecharme de ello, y porque en mi propia experiencia fui un lector sorprendido por completo, a quien el párrafo inesperado produjo un escalofrío que me sacudió de arriba abajo. Pero ustedes están esperándolo y no voy a cogerlos por sorpresa. Aun así, ¿nos arriesgamos? ¿Quieren leer la perla de horror?


Imagina que bajas por una escalera a toda velocidad apoyando y deslizando la mano por un largo pasamanos de aluminio que de repente se convierte en una navaja de afeitar.


¡Brrrr...!
¡Su padre, como dijo mi amigo!
Este párrafo lleva acompañándome desde hace mucho tiempo, aunque sólo he recordado su fuente hace tres días. En Marzo de 2001 compré un libro en inglés durante un viaje a los EEUU; fue un viaje muy largo, y me quedé sin libros pronto, así que me arriesgué con uno que imaginaba sencillo para mi bajo nivel en el idioma y lo compré en una librería de Washington. El libro se titulaba “Danse Macabre”, escrito por el maestro Stephen King, y me sorprendió porque me preciaba de haber leído toda su producción en España y aquel libro no lo conocía en absoluto. Me equivoqué (por no leer la contraportada) y resultó que el libro, escrito en 1981, era un largo ensayo acerca de la literatura de horror, el cine y los cómics, en los últimos treinta años (hasta el año de escritura, claro está). Leí con dificultad, parrafos sueltos sin enterarme mucho de lo que me estaba encontrando, y me topé de improviso con el párrafo del que les hablo. El libro lo perdí en el mismo viaje, aunque no le di importancia porque no estaba sacando nada de él… excepto la perla. Perdí la concha, pero la perla no me ha abandonado.

Hace tres días encontré un libro de la editorial Valdemar, recién editado, llamado “Danza Macabra”. Lo estoy devorando (y hay más perlas. Ahora sé que no es una concha, es un cofre del tesoro), y lo recomiendo encarecidamente por su profundidad analítica, por lo concienzudo del trabajo de King y por su gran dominio de la estructura y manejo magistral del lector.
Aunque aún no he encontrado mi párrafo lo aguardo con expectación.

Y con las luces encendidas.