10.8.09

Un día raro

No era mi intención regresar tan pronto a este huequecito en la red en el que habito de tanto en tanto y pretendo salir de él por otro largo espacio de tiempo en cuanto acabe de redactar esta entrada, un poco como esa casa en la que uno pasa unas horas, un par de días a lo sumo, en el ínterin de todos esos rigores del verano de los que hablaba semanas atrás para cambiar la ropa de la maleta entre desplazamiento y desplazamiento. Pero tras vivir el sábado pasado un largo día de viaje, un día raro, creo que tengo que ponerlo en verde sobre negro (cosas del tipo de letra y el fondo de pantalla del procesador de textos que utilizo) antes de que todo se me olvide.

Decía un largo día de viaje, y también decía un día raro. Y ambas cosas, oigan. Largo porque comenzó en algún momento entre las cinco y las seis de la mañana, que es cuando desperté al arribar a puerto el enorme barco en el que viajaba. Sucede que tras varios días con sus noches moviéndote a velocidad constante dentro de un monstruo gigantesco tu cuerpo se acostumbra tanto al movimiento como al murmullo de sus máquinas y del rozamiento del agua sobre su casco. En una semana de crucero sólo el último día atracó el barco mientras el personal estaba todavía en la cama, y ese detenerse, esa quietud, el fin del rozamiento, la calma de los motores, me devolvió a la consciencia de golpe, como si me hubieran abofeteado los carrillos, dejándome dentro una intranquilidad muy curiosa si tenemos en cuenta que ese nuevo desasosiego nacía de la tranquilidad y la inmovilidad. Luego, cuando pasas días dentro de un barco, parece que el mundo quieto se mueve. Pero eso es otra historia que no sé si contaré otro día.

El caso es que llegamos al puerto de Venecia en barco, claro está, a primera hora de la mañana. Lo siguiente fueron dos autobuses hasta el aeropuerto Marco Polo, un avión hasta Madrid, metro hasta Nuevos Ministerios, tren de cercanías hasta Valdemoro y autobús urbano hasta mi casa. En esta Odisea de andar por casa reside parte de la rareza de la que hablaba algún párrafo por ahí arriba, que uno despierta en barco para tomar dos autobuses, un avión, un metro, un tren y otro autobús, transitando en un puñado de horas sobre casi todos los medios de transporte posibles y a través de mar, tierra (¡ruedas y raíles!) y aire.
Pero lo más raro, o curioso, o jodido, o como quieran ustedes llamarlo, es que después del barco, los autobuses, el avión, metro y tren, llegue uno a la estación de RENFE Cercanías en Valdemoro, su Itaca del día, agotado el cuerpo y angostado el ánimo horas y horas tras el desayuno, pensando que la espera en el aeropuerto de Venecia era lo peor que iba a soportar durante el día... y se encuentra con que el autobús de línea que conecta la estación de tren con mi casa no está allí esperando a los viajeros, como parece lógico. Que como es sábado, pues miren ustedes, hay una afluencia de autobuses menor de la habitual, algo que podría comprender porque a fin de cuentas también hay menos trenes y menos de todo, aunque el sábado sea un día laboral. Lo malo del asunto es que a no sé que mente preclara se le ocurrió sincopar las llegadas de trenes con la presencia de los autobuses en la estación. Y, miren ustedes, sincopar no es lo mismo que sincronizar por más que utilicen idéntico prefijo y pertenezcan ambos verbos a la misma conjugación. No es lo mismo, no. Ni parecido. En realidad, sincopar esa conexión es una auténtica putada.

Tenerte esperando más de media hora bajo aquel sol de media tarde, uno de esos soles de justicia que nunca he sabido distinguir del resto de soles, es otra auténtica putada.

Que el conductor te diga que la cadencia de autobuses en el sábado es de media hora no es una putada en el sentido estricto de la palabra, pero sí una inexactitud tocapelotas, cuando no una mentira con todas sus letras.

Pero que después de un ir y venir en un solo día a sobre casi todo medio de transporte público, taxis o tuk-tuks aparte, de esperas en estaciones marítimas, estaciones de autobuses interurbanos, aeropuertos, estaciones de metro y de cercanías, siendo sábado en todas ellas, que sea el autobús interurbano de tu pueblo el que te acabe desquiciando por culpa de la tremenda descortesía del señor o señora a quien se deba el detalle de organizar los horarios del servicio en cuestión, te deja un regusto raro raro raro en el cuerpo.

Desastre de pueblo a veces, oigan.