31.12.05

Lo que me gusta de Sergio Leone

“LO QUE ME GUSTA DE SERGIO LEONE”
Un Cuento de Navidad.

En Elda hay una tienda de cómics y libros, películas y un poco de todo, prensa diaria, revistas, juegos de rol, miniaturas con todos sus diferentes complementos y hasta algunas curiosidades con las que puedes toparte de tanto en tanto. Una tienda de ocio y subcultura, como me gusta llamarlas por aquello de lo mal visto que está cierto tipo de arte y literatura entre la comunidad cultural seria y respetable. Una tienda propia de las más grandes ciudades, habitual en ellas pero escasa en cualquier núcleo poblacional menor. Elda es un pueblo –si es que a una población tan enorme y atestada puede llamársele pueblo– de Alicante, hogar ancestral de generaciones y generaciones de zapateros, ahora en horas bajas a causa de los productos a precio de saldo de la furibunda industria importada de Europa del Este y, sobre todo, China. Allí puede uno encontrar aún la estructura gremial llevada al extremo (ciudades enteras en lugar de barrios) que caracterizó a la España de la posguerra y hasta la transición: familias enteras dedicadas al mismo negocio, donde unos son diseñadores, otros ajustadores, otros sacan piezas y otros compran y venden la piel, mientras las mujeres ya mayores cosen y cosen en casa los forros interiores de los zapatos o diferentes piezas para bolsos. Es el lugar donde nació mi mujer y donde vive toda su familia, perteneciente a una noble estirpe de zapateros y donde todo el mundo, desde mi suegra hasta el último de mis cuñados, se dedica al calzado.
Acostumbramos a visitar el pueblo dos veces al año: en el verano, cuando hace un calor húmedo casi insoportable, y durante las navidades, ese tiempo absurdo en el que uno digiere de forma compulsiva y a duras penas alimentos para todo un año, sólo porque así debe ser, y en el que, al menos en Elda, el frío, también húmedo, te hace tiritar aun debajo de las mantas y con las estufas encendidas a su máxima potencia. Pues bien, hay dos cosas que me hacen desear durante el resto del año que lleguen esos dos cortos periodos vacacionales y el momento de cargar el coche hasta decir basta para recorrer los casi cuatrocientos quilómetros que nos separan de Elda: la magnífica comida que prepara mi suegra, y la tienda de cómics.
Disfruto recorriéndola de cabo a rabo día a día. No fallo nunca: a media mañana o a media tarde siempre encuentro momento para ir allí, aprovechando que se encuentra de paso hacia casi cualquier parte. Y es que aquello es como un paraíso concentrado en unos cincuenta o sesenta metros cuadrados; no porque esté repleta de cómics o libros, que tiendas así las hay en todas partes: es un milagro porque su dueño, un hombre enorme de cara afable que se parece poderosamente al niñito rubio de “Shane” (aquí conocida por el improbable título en castellano de “Raíces Profundas”, película que tan bien supo homenajear Clint Eastwood en su magnífica “El Jinete Pálido”), ha dedicado su vida a buscar por todas partes, coleccionar, amasar una pequeña fortuna en forma del papel cuarteado y amarillento de libros antiguos y cómics incunables, para luego depositarlos en cajas bien ordenadas o darles una bien ganada jubilación entre semejantes sobre los estantes negros que cubren todas las paredes del local. Lo que a mí más me sorprende es que los tiene a la venta. Todos ellos.
No sé si alguno de ustedes ha visitado alguna vez el Rastro de Madrid, entre el llamado Pasillo Verde y el mismo centro de la ciudad, por la zona de la Puerta de Toledo. Sabrán los afortunados que en los puestos del Rastro uno puede toparse, con paciencia y suerte, con casi cualquier libro deseado que no encontraría ni siquiera en ese gran cajón desastre y de sastre que es la Red. En realidad uno puede toparse allí con cualquier cosa situada entre un muelle oxidado de colchón de los años treinta hasta la mitad de un LP del primer Raphael. Yo me he tropezado allí, y en ningún otro sitio, con alguno de los libros de la serie de Mike Hammer escritos por Spillane; y ejemplares sueltos de tebeos que pensaba que no existían más allá de las leyendas y las crónicas de Rafa Marín. Esa tienda de Elda de la que hablo es aún mejor que el Rastro; los ejemplares sueltos de esos tebeos que sólo existían en las leyendas ya no están solos, sino que el enorme tendero, una suerte de Ogro Amable, ha logrado completar la colección en cuestión desde el primero hasta el último número, guardándolos todos en una gastada bolsita de plástico transparente y dejado a descansar, sabedor, él mismo lo dice, de que ese material no tiene salida en un pueblo como Elda. Aunque sea una población enorme y atestada a la que a duras penas puede llamársele pueblo.
Con los libros sucede lo mismo. Allí he visto ejemplares de las violentas, a menudo hasta la parodia, novelitas de Spillane. Y los números perdidos de las colecciones de fantasía de Martínez Roca en tapa blanda, tan difíciles de encontrar (y tan caros, cuando los encuentras) que a menudo me he quedado en blanco, mudo, sosteniendo el volumen amarillo de alguno de los libros de Elric de Melniboné de Moorcock, o de las crónicas de Fafhrd y el Ratonero Gris de Leiber, sin atreverme a volver la portada de cartón para ver el precio anotado a lápiz. Sí, a veces soy un mitómano impenitente. Y demasiado friki. Los precios, por si se lo preguntan, suelen ser tan bajos que nunca dejo de mencionarlo al dueño, quien se limita a dejar escapar su enorme sonrisa y encoger sus hombros de coloso. “Ya sé que son caricos, y difíciles de encontrar”, dice con el acento típico de Elda y su forma tan curiosa de hablar el castellano, entre un deje murciano y ese vocabulario maño propio de los eldenses. Eso es todo. No hay motivo para el bajo precio de esos libros de coleccionista, porque no por ello consigue darles salida (ni tampoco pretende que salgan, que esa es otra). Son baratos. Punto.
Este año llegamos a Elda el día veintiuno de Diciembre, más pronto de lo habitual. Por diversas causas, entre la que se encuentra la celebración de mi quinto aniversario de boda, no pude visitar la tienda hasta el día de nochebuena, el veinticuatro por la tarde. El pueblo, pese a su enorme superficie, se caracteriza todavía por sus casas bajas y su funcionamiento tranquilo, alejado de las costumbres modernas y frenéticas de las grandes ciudades; sobreviven pequeños comercios de ultramarinos, las grandes superficies aún son escasas, la gente va a todas partes andando y, cosa rara, se conocen entre sí aun cuando la población total supera sobradamente los setenta mil habitantes. A cambio, las calles se muestran tan repletas de excrementos de perros que uno anda a saltitos, esquivando minas, un poco a lo Jack Nicholson en “Mejor Imposible”; los eldenses no parecen acostumbrarse a esas extrañas cajas metálicas llamadas “contenedores de basura”, y siguen depositando las bolsas en las esquinas de cada bloque de edificios; y, lo peor de todo, los niños circulan a todo trapo en motos con los escapes modificados, armando el mayor ruido posible, casi siempre en grupos de varios ciclomotores con dos jinetes por montura y, faltaría más, sin rastro del casco. Me gusta la vida en el pueblo, creo; pero temo que con los años vividos en Madrid me haya tornado demasiado urbanita. Y bastante cascarrabias.
Decía que en la tarde del día de nochebuena, al regresar de un día de paz junto a mi mujer en un hotel conocido de Alicante, besando el mar, me abrigué bien y salí a pasear, callejeando con cierta aleatoriedad, con destino a mi tienda de siempre. Pasé por las acostumbradas calles de aceras estrechas, me detuve ante un par de escaparates de zapatos, buenos y baratos, dejé atrás el antiguo colegio del Padre Manjón en el que estudió mi mujer (y su madre antes que ella), remozado en los últimos años hasta quedar casi irreconocible. Me sorprendí al comprobar la enorme cantidad de grúas de construcción, así como lo lejos que ha llegado la temible zona azul de aparcamiento, tristemente familiar para un madrileño de adopción como yo. Cuando al fin llegué a la tienda permanecí unos segundos mirando a través del cristal del escaparate, con la anticipación infantil y nerviosa de siempre, paseando la vista por entre los bestsellers más actuales y las revistas de historia y coches, unas junto a otras sin orden ni concierto, y las figurillas de plástico de superhéroes y las últimas colecciones de series clásicas en DVD. Pero al entrar en la tienda noté que el aire allí olía distinto. No había pensado en ello jamás, pero el aroma a viejo acostumbraba a subyacer sobre o bajo todo cuanto contenía la tienda: sobrepuesto al aroma de asfalto mojado sobre el aserrín de los días de lluvia, al del sudor en los más calurosos días de finales de Julio, al del champán abierto que acerca algún habitual en los días festivos. Y noté la presencia de aquel olor a pergamino viejo precisamente cuando ya no estaba, cuando el olor sucio de los periódicos diarios me golpeó al entrar, cuando al adentrarme por entre los estantes y las góndolas del fondo todo lo que llegaba a mí era olor a desinfectante y a pino. Faltaba algo. De hecho, faltaba todo. Los libros viejos, los cómics imposibles… no había nada más allá de las revistas habituales, superventas en los estantes y libros de autoayuda, siempre ellos aguardándote tras los pliegues de la Navidad. Y sí, muchas películas bien seleccionadas (mucho manga, muchos clásicos y muchos westerns); apenas eso y unos cuantos muñecos de coleccionismo y algunos sobres de cartas del Magic (ese juego raro al que nunca he logrado aprender a jugar), y pocos dados de muchas caras.
–¿Dónde está todo? –pregunto yo, desconcertado, a la igualmente enorme hija del Ogro Amable.
–¿Todo?
–Los libros viejos, los cómics antiguos… Todo.
–Ah, eso… –sonríe desde las alturas. Ha heredado la misma catarata de risa tímida–. Es que hemos abierto otro local, aquí cerquica, donde están los cómics y algunos libros viejos. Sobre todo los cuadernicos de novelicas de westerns. Los otros libros los vendimos todos para poder montar el negocio nuevo.
Y allá que me voy, entre nervioso y confundido. Me han vendido el alma Por un Puñado de Dólares, joder. Han matado la mitad exacta de mis ilusiones, directa al retrete (la otra mitad permanece a salvo: en casa de mi suegra se sigue comiendo de vicio). Cruzo la plaza del zapatero, que así la llaman, aunque no se llame así, y llego hasta la calle donde han abierto el negocio nuevo, junto a una agencia de seguros. Y me asusto aún más: la tienda es una enorme sala bien iluminada, con un escaparate gigante repleto de muñecos de plástico de Starwars, los juegos de rol más modernos peleados con un Predator de trapo, una espada láser de colección y varios mangas de las colecciones más actuales; o eso supongo, porque nunca he sido buen lector de mangas. Entro con miedo. Suena una campanilla.
Y, desde detrás de una góndola repleta de todas las novedades en cómic, se alza la enorme figura del buen hombre al que vengo llamando el Ogro Amable, y me mira y me sonríe porque me reconoce, con una sonrisa más tímida de lo habitual, como avergonzada, con todos esos dientes irregulares, y los pequeños ojos, muy azules, como los de Henry Fonda, escondidos entre las rendijas de sus párpados, huidizos hoy. Y se acerca casual hasta el mostrador, dejando en el suelo (luego lo veo), dos tomos de la colección completa del Príncipe Valiente; y abarca todo con una mano gigantesca, deja apoyar su tremendo peso sobre la estantería que hay tras la caja registradora y, al fin, me mira a los ojos. Por primera vez en todos estos años, me doy cuenta, miro dentro de ellos, tras esas capas de piel que casi los ocultan. Vuelven a huir un segundo, y una vez más, y otra, como indicándome algo, todo en un silencio muy cinematográfico, aunque sólo se deba a que no hay nadie más en la tienda y el Ogro Amable no encuentra las palabras y yo siga algo confundido. Los ojos azules, casi grises, me vuelven a mirar desde ese rostro enorme y picado por la viruela que, vaya, tiene una extraña cualidad mineral, como de granito marrón y bronce. Y yo desvío los míos, comunes y aburridos, marrones y grandes, en la dirección que me indican los suyos; entonces, lo veo: en los estantes, a salvo de las manos de los casuales, están los cómics antiguos. Las colecciones completas del guerrero del antifaz, encuadernadas por él mismo; las del Príncipe Valiente, el Jabato, el Hombre Enmascarado, el Corsario de Hierro, el Espadachín Enmascarado, el Zorro… y las Hazañas Bélicas, y los Elric y Hawkmoon (qué dibujos de Rafael Kayanan tan horribles) y el Corum dibujado por Mignola (¡años buscándolo!)…

En “Hasta que Llegó su Hora”, la cuarta película del Oeste de Sergio Leone, hay una escena soberbia, magistral, que a mi juicio resume las mejores cualidades del genio italiano que mejor supo comprender un género tan profundamente americano como el western después de Ford. Henry Fonda, el malvado más pragmático de Leone, el más terrible por aquello de esconderse agazapado tras la bondad de su rostro y lo azul glauco de sus ojos, camina despacio y en absoluta tensión por entre las calles de Flagstone, sabiendo que los matones de Morton le aguardan escondidos para matarlo. De repente, un disparo y uno de los matones cae muerto. Fonda mira hacia lo alto y descubre al “Armónica”, el Hombre sin Nombre que interpreta Charles Bronson y que resume en uno a todos los Eastwood de la “Trilogía de los Dólares”. Los ojos brillantes de uno se clavan en los casi grises y mate del otro, durante segundos, en un choque de miradas estirado hasta la extenuación. Fonda frunce levemente el ceño, se cuartea su rostro en una interrogación no pronunciada, sus ojos fríos dudan por un instante.“¿Por qué?”, murmuran esos dos pozos de azul glauco sin hablar; los de Bronson también se entrecierran, con algo de humor “Aún no te lo voy a decir”.
Lo que me gusta de Sergio Leone es, precisamente, lo que menos de cinematográfico hay en él. Nunca hizo caso a las críticas que se cebaban en su particular (para muchos inexistente) sentido del ritmo, en su necesidad de construir óperas completas de tres horas en un tiempo en que las películas de más de ciento veinte minutos eran demasiado largas. Sobre todo, nunca prestó atención a quienes se reían de esa afición suya, que tomaban por tic, a retratar pares de ojos como si de paisajes se tratasen, durante secuencias enteras, con o sin Morricone, enfrentando globos oculares más que miradas sin aparente sentido. Y me gusta porque creo entender sus motivos, el impulso detrás de esa forma de construir sus películas: Leone edifica sus personajes sin describirlos con palabras, sin apenas contarnos nada de ellos; pero resultan sólidos como robles, completos, ricos, repletos de matices. Dota a sus películas de una tercera dimensión que las aleja de la bidimensionalidad del cine habitual, donde los personajes son planos y, siempre, como nos dice el director que son. Sin espacio para la imaginación del espectador. Asistimos a dos horas de espectáculo y diversión en la que nos venden la historia que nos quiere contar el director del modo específico en que pretende contárnosla. Sin espacio para los olores imaginados, o no, que puede y debe percibir espectador; sin espacio a la interpretación, a la participación que sí hay en la literatura por parte del lector y que nos hace sumergirnos en un libro hasta un punto inalcanzable por el cine. En los libros, los personajes no son sólo lo que nos cuenta el autor: atisbamos retazos de sus vidas, no descritos, por debajo de las acciones a las que sí asistimos. Olemos y oímos durante las descripciones aun cuando olores y sonidos no aparezcan escritos, y cada libro es un mundo nuevo y diferente en manos de cada cuál.
Leone caracteriza a sus personajes de un modo único, sin palabras, propio de la literatura, dejando al espectador la tarea de imaginar los motivos, la historia que hay detrás de ese primer plano de unos ojos que no se mueven. En esa escena, cuando Henry Fonda alza la vista y se encuentra con los ojos inescrutables del Armónica, del Hombre sin Nombre, comprende que nada importará desde ese momento hasta que logre comprender qué hay tras los actos de Charles Bronson. Y buscará esos ojos, también azules, en cada plano, en cada secuencia, preguntándose lo mismo que nosotros. Al final del todo, durante el duelo frente a Monument Valley tras el cual morirá, lo entiende.

Tras vislumbrar todos aquellos tesoros en las estanterías, regreso a los ojos azules del Ogro Amable, que ahora brillan de satisfacción. Lo veo, con muchos menos años, paseando por las calles del viejo Rastro de Madrid; curioseando de negocio en negocio, con la cara iluminada de alegría al toparse con dos ejemplares amarilleados y medio rotos de las aventuras de Pumbi. Lo veo en las librerías de viejo cercanas a la Gran Vía, comprando emocionado cuatro libros del oeste descatalogados, escritos por un señor que firma como James Oldtown pero en cuya célula de identificación o documento nacional de identidad figura como Jaime Castroviejo; lo veo en la calle Montalvo, tan cerca del Retiro, donde los puestos de libros y cómics de segunda mano, viajando con su mujer un domingo por la mañana para disfrutar de una afición que es su vida y volver a Elda el mismo domingo por la tarde con un paquete de novelas de a duro del A. Torkent bajo el brazo. El Ogro Amable que ríe con los ojos y ama los libros y los cómics, y que los pone a la venta porque es así como debe ser y donde deben estar. Creo que lo entiendo todo. Sonrío y me adentro en el nuevo paraíso. Aún huele a nuevo, pero todo es cuestión de tiempo.
Y sus ojos azules, brillantes, murmuran “Feliz Navidad”.