18.1.06

Hoy he visto a Dios

Tras unas largas vacaciones navideñas hoy he regresado al trabajo cotidiano, no sé si finalmente o si por fin, que parece lo mismo pero no lo es; sé que me comprenderán cuando digo que uno acaba cansándose hasta de no hacer nada, así que mejor me ahorro el esfuerzo de explicarlo. Una reincorporación a lo grande, vamos, con su reunión a las nueve de la mañana en Madrid, su ensayo a las diez y media, su otra reunión a la una y su nuevo ensayo a las seis y media.
Vivimos en un pueblo situado al sur de la Comunidad de Madrid, a veintiocho kilómetros de la Capital, llamado Valdemoro (el del dicho, o sea. Que no sé muy bien a qué viene lo de "Entre Pinto y Valdemoro", cuando resulta que entre Pinto y Valdemoro no hay nada). Veintiocho kilómetros infernales de atascos diarios en las horas punta de salida hacia el trabajo y regreso a casa; veintiocho kilómetros para los que necesitas invertir desde una escasa media horita en los Domingos hasta la hora y media habitual, dejando de lado las más de dos en los días lluviosos y, claro está, siempre que apartemos esos días imposibles en que, sencillamente, nunca llegarías a Madrid y acabas por darte la vuelta.
Para poder llegar a la reunión de las nueve de la mañana tuve que salir de casa a las siete y algo, cuando mi niñita, que está a punto de cumplir los tres años, aún dormía y mi mujer se acababa de despertar y andaba en la ducha. Apenas un "hasta luego, amor. No te canses mucho" y un besito rozado en los labios que sabe a muy poco. Ni siquiera me atreví a asomarme a la habitación de mi niña para no despertarla cuando su madre estaba en el aseo, que tampoco es plan de jorobarla en ese pequeño momento de paz que es la ducha mañanera. Así que me abrigué bien y subí al coche con la esperanza de encontrarme uno de esos escasos días raros en los que el tráfico se difumina ante ti y llegas al trabajo en veinte minutos, como si vivieras en un relato de Stephen King y pudieras atajar adentrándote en los peligrosos huecos que deja la realidad en sus esquinas cuando aún es de noche y no le ha dado tiempo a cerrarse del todo.
Logré aparcar a las nueve y cinco, bastante cerca del auditorio. Ni siquiera sudé al llegar al centro de trabajo a la carrera, de frío que hacía. La reunión se alargó hasta las diez y cuarto, dejando apenas quince minutos para poder montar el instrumento y repasar el papel. El ensayo, largo y pesado, como corresponde a ese primer día después de las vacaciones si, además, la obra a ensayar es el Te Deum de Berlioz, acabó justo a la hora en que debía acabar, la una del mediodía, sin ese par de minutillos libres de cortesía habituales. Antes de, durante el, y después de, tuve que aguantar y reír las inevitables coñas "¡joer, ya era hora de verte por aquí!", o los "¿Te acordabas de cómo venir al auditorio?" con las que me han castigado durante todo el día por aquello de incorporarme una semana más tarde que los demás. Se jodan, vamos. Y luego, la reunión importante, justo al finalizar el ensayo de la mañana, que acabó (porque la acabamos) a las tres y veinte. Cuarenta minutos antes del segundo ensayo. Y yo con estos pelos; o sea, sin comer.
No diré lo que comí por si esto lo lee mi chica. Le enfurece que pase el día trabajando y se me pase comer algo caliente, o algo frío, o algo, siquiera un croisant, que de vidilla a mi cuerpo hasta que vuelvo a casa ya de noche. El caso es que el ensayo de la tarde acabó puntualmente a las seis y media, cogí de nuevo el coche y, hala, camino a Soria. Usésase, a Valdemoro.
No sé si alguno de ustedes puede imaginar lo terriblemente ominoso que resulta un día cuando no le ves apenas la luz. Es como si vivieras de repente en Finlandia, o Islandia, o donde sea que vivan seis meses de noche, como en el cómic ése en el que una ciudad yanqui de Alaska recibe la visita de un grupo de vampiros con ganas de marcha durante los treinta días anuales en que el sol decide invernar tras las montañas. Hoy llegué al auditorio cuando acababa de amanecer; pero el viaje en coche, el atasco, lo viví en esa oscuridad más profunda que antecede a las primeras luces. Y salí de él cuando anochecía, sin esa pausa de luz diaria entre ensayo y ensayo en la que acostumbro a escapar de la fábrica de notas para comer algo. Salí de casa de noche, regresé de noche, muerto de cansancio y enfadado con el mundo entero, yo el primero y mi mujer, pobre, la segunda. Con ganas de beber una cervecita de un trago, sin quesito ni jamón ni gaitas. O dos. Con ganas de acostarme sin hablar, sin ver los Serrano ni hasta encender el ordenador. Enfadado. Y punto.

Y entonces, cuando abro la puerta y entro en el recibidor, un enorme grito, agudo y limpio, como un buen flautín, llega desde la cocina cercana y me golpea y me aturde. "¡¡¡PAAAAAAAAPIIIIIIIIII...!!!". Un angelito rubio que se mueve a saltitos rápidos atraviesa la pared (así parece. Será que ella es capaz de encontrar mejor que yo esos huecos en la realidad de los que hablaba antes), gira derrapando y se lanza a mis rodillas, con una sonrisa de oreja a oreja y de ojo a ojo, los tirabuzones dorados flotando en el aire cálido del pasillo. "¡CON PAAAPIIIII, CON PAAAAPIIII!
La levanto y la tomo en brazos. Aparece entonces Ana, mi mujer, con otra sonrisa grande de esas que levantan brillos en sus ojos azules con un arito de miel en los bordes. Aunque ella ha trabajado todo el día, de la cocina llega un aroma a sopa de cocido que es capaz de levantar al muerto que acaba de llegar y que soy yo. Y nos abrazamos los tres.

Sí. Soy ateo. Ateísimo. Pero, después de todo, hoy he visto a Dios.
Al mío.

V.