19.7.07

COSAS DEL VERANO

Aprovechando que estoy pasando frío en la sala de ordenadores de una de las bibliotecas de mi pueblo de la niñez, donde ando recluido cual ermitaño en su montaña, daré cuenta por encima de las cosas con que me voy encontrando estos días de calor (aunque menos) y supuestas vacaciones. Empezando por el tema de la red en sí misma, que este año se ha puesto tonta y le ha dado por esquivarme y esquivarme como si me olieran los pinrreles, o algo.
Hasta este verano siempre he podido conectar vía wifi allá donde iba con poco o ningún trasiego. En mi pueblo, donde me encuentro, conocía un par de sitios (uno de ellos era la mesa del bar donde me reunía esas dos veces al año con mis amigos de siempre. Vaya, que mejor lugar imposible) con la red abierta y disponible para que este humilde viajero pudiera bajar su correo, vagabundear un poco por entre los blogs de los amiguetes o surfear por la red, que es un deporte veraniego exportado a los unos y ceros informáticos y mejorado en el tránsito, pues uno puede practicarlo en el peor de los inviernos sin cansarse ni mojarse. En el pueblo de mi suegra, bendita ella, no tenía ni que moverme de casa pues algún vecino samaritano mantenía su conexión abierta a los visitantes. Pero se acabó, miren ustedes, y comenzó la odisea primero de buscar nuevas líneas abiertas y la desesperación después de encontrar aunque sólo fuera una línea de teléfono normal donde enchufar el portátil vía módem. No es que uno esté enganchado a la red, que también, es que durante los primeros días tenía dos asuntos laborales pendientes de solucionar y ambos los estaba controlando a través del correo electrónico. Y oigan, conectar con el módem del cacharro, a 56Ks, es lo que viene siendo una puta mierda. Como viajar en carreta después de usar un avión o -en términos de pura frustración no relacionados con la velocidad misma del asunto, sino con la sensación de impotencia que te queda cuando ves cómo la página que visitas cada día tarda como cuarenta minutos en cargar-, como si de repente te plantasen en el pupitre del instituto para hacer un examen sorpresa de matemáticas cuando hace ya una vida que acabaste los estudios y, además, en el ala de letras puras. Delante del portátil se te queda una cara de tonto del tamaño de Texas.
Pero no es sólo eso; mis padres, que con los años tienen salidas que a mí me resultan cada vez más raras (aunque no sepa bien si es cosa de ellos y la vejez, o mía y la vejez), decidieron tiempo ha que no querían tener teléfono fijo y que con el móvil ya se apañaban. O sea, justo al revés de lo que yo siento, que es una alergia profunda hacia el teléfono móvil. Así que han pasado de tener los cien canales de televisión por cable de casi todo el mundo de ahora y su teléfono fijo de toda la vida, a cortar por lo sano y volver a las cinco o seis cadenas cutres de tele de siempre, y a un medio de comunicación que, ya lo saben ustedes, falla más que una escopeta de feria.
De modo que en casa de mis padres ni siquiera puedo abusar de su línea fija, como sí hago con la de la pobre de mi suegra, y tengo que migrar cada muchos días hasta la biblioteca nueva de mi pueblo donde hay ordenadores a disposición del personal. Pero, ¿saben?, los días que paso en mi pueblo no los paso exactamente en mi pueblo, que para algo tienen mis padres un chalet piscinado a unos pocos kilómetros; así que si quiero comprobar mi correo tengo que coger el coche, joer ya, buscar aparcamiento en un pueblo que carece de espacio para los coches hasta en Julio, andar un ratillo desde donde haya uno podido mal dejar el vehículo hasta el edificio de la biblioteca, sudando la gota gorda (que esa es otra, ¿por qué será que en el pueblo uno siente que la temperatura de repente sube como cien grados de golpe con respecto al chalecito piscinado?), entrar a la biblioteca cuya temperatura interna debe rondar los veinte grados menos que en el exterior y, claro, rezar por que haya un ordenador libre o por que te toque la funcionaria simpática y no la otra, la mala, la que si llegas a las nueve y cuarenta apunta en su libreta que has entrado a las nueve y te dice que tienes que devolver el sitio a las diez cuando a la simpática muchacha que ha llegado justo antes que tú le ha dado tiempo hasta las diez y media, o más, chica, que si no viene nadie no te preocupes.


Luego está el asunto de las vacaciones en sí. Este año tengo más tiempo que otros, días sin trabajar, digo; pero que todo este tiempo pueda considerarse como tiempo vacacional es otra historia. Para empezar, este año estoy pasando más tiempo en el coche que nunca antes; de casa de mis padres a la de mi suegra, de la de mi suegra a la de mis padres, de la de mis padres a Madrid para una revisión de la nena, de Madrid a la de mis padres, de la de mis padres a la de mi suegra, de la de mi suegra a la de mis padres... Aquí estoy ahora mismo, en la biblioteca de mi pueblo con los ojos de la funcionaria mala taladrándome la frente, pensando yo a ver si de verdad sigo aquí o es un sueño que estoy viviendo mientras me tumbo a hacer la siesta en el sillón de la pequeña salita de casa de mi suegra. Un lío. Que parece que en vacaciones uno tenga que esforzarse por no descansar, oigan, por correr de un sitio a otro y aprovechar para viajar cuanto más mejor como si fuera obligatorio llegar cansado al trabajo en septiembre cuando las vacaciones se acaben; que no hay cosa más antinatural que el que te hagan añorar el curro, joer. Harto estoy, y me queda un mes por delante. Además, a causa de un compromiso muy complicado que tengo que enfrentar en el trabajo, estoy estudiando como un loco rompiendo mi tradicional descanso estival (durante el cuál habitualmente trato de no acercarme al oboe en, como poco, medio mes), lo que significa sudor y más sudor y más sudor.
Por otra parte, algún dios ha decidido jorobarme este año jodiendo las dos actividades que quizá más eche de menos durante la temporada de trabajo, una de ellas en Elda y la otra en Torrente. Una de las cosas que más me gustan de visitar Elda, aparte de la buena mesa de mi suegra y de que la buena mujer no me dejar hacer nada de nada mientras estoy en su casa, incluyendo todo lo que se refiere a los cuidados y atenciones de mi hija Aitana, es la visita casi diaria a la tienda friki que dirige el hombre grande y feliz de ojos glaucos y su familia. Como ya he contado en algún otro lugar, la tienda creció tanto que se dividió en dos: una dedicada a los libros, la prensa y revistas habituales, y la otra a los cómics nuevos y viejos y el merchandising. Pues nada, allá que me voy el primer día con mi sonrisa de niño a quien van a regalar un Transformer... y me encuentro con que una de las tiendas (la de cómics, la nueva) la han cerrado, y que la otra, ay, pues ya no es lo que era: prensa y revistas han desaparecido y ahora están cómics viejos como nuevos, libros de hoy y de antes y merchandisings varios, todos apelotonados, comprimidos, agobiados. Parece que el negocio no ha ido bien, que no sirve con que este que suscribe pase religiosamente por allí en verano y en invierno a dejarse media paga extra, que la supervivencia ha obligado a reconvertir el negocio de nuevo quedándose a medio camino entre lo que era al principio y lo que fue durante un tiempo después.
La segunda cosa que echo de menos terriblemente durante el año es poder aprovechar las contadas visitas a mi pueblo para ver, por fin, a mis buenos amigos. Y miren ustedes, tampoco. La vida es lo que tiene, que todos nos hacemos mayores, que todos tenemos nuestras obligaciones y parejas, y que todos tratamos de exprimir nuestro escaso tiempo libre lo mejor posible y en compañía del enamorado o enamorada, que no es que esté para eso pero que en cierto modo también está para eso. Todos mis amigos tienen ya pareja, también lo he dicho en algún otro lugar, además de que todos trabajan en este tiempo (al menos por las mañanas). De pasar a verlos cada día, como antaño cuando venía en vacaciones, a no verlos más de una vez por semana. Y noto que se esfuerzan en reunirse; pero lo que no puede ser no puede ser. Así que al final uno desiste y prefiere no molestarlos, ir al bar donde se reúnen una vez a la semana (aunque ni siquiera van todos), y disfrutar de ellos aunque sea ese escaso ratillo para que cuando llegue el invierno me queden los recuerdos en forma de gasolina para el ánimo. Y mi mujer, en Madrid trabajando porque no le dan mes libre hasta Agosto; un asco de vacaciones, si me permiten la queja y me disculpan caso de que ustedes aún no estén disfrutando, es un decir, de las suyas.


De todos modos, no todo va a ser malo. En primer lugar, ZP se ha cargado a la menestra de cultura Carmen Calvo, la que durante sus tres años largos de permanencia en el cargo ha ido a ver todos los conciertos de rock nacional e internacional donde hubiera una cámara de fotos o de tele delante, ha visitado rodajes de películas guiris donde hubiera una cámara de fotos o de tele delante, ha ido a todos los premios de cualquier asunto donde hubiera una cámara de fotos o de tele delante, se ha apuntado a todos los saraos cinematográficos donde hubiera una estrella guiri (o Almodóvar) y una cámara de fotos o de tele delante... pero no se ha dignado a asistir a siquiera un concierto de la Orquesta Nacional que, vaya por dónde, resulta que es la orquesta sinfónica dependiente de su ministerio. Si no le importábamos un pimiento a la menestra (a ver si la culpa es nuestra por no poner una cámara de fotos o de tele delante), ¿cómo podíamos pensar en que su ministerio iba a solucionar los diferentes problemas laborales de la orquesta, o mucho menos los salariales?
Aparte de la excelsa noticia del corte de cabeza y escarnio público de la menestra por parte de don Talante, lo mejor del verano es que estoy escribiendo mucho, que ya es una novedad, supongo que empujado por el aburrimiento. La tele en verano no es una opción, ya saben, y no voy a pasar el mucho tiempo libre que me queda metido en la piscina como una bolsa de te: uno no es de esos. Leer tampoco sirve para todos los momentos de asueto: en lo que va de mes de vacaciones me he ventilado, no sé, ¿cinco o seis libros? Y eso que me lo tomo con calma casi siempre, aunque el otro día compré uno en Elda, comencé a leerlo antes de salir de nuevo hacia Torrente, y lo acabé el mismo día después de cenar haciendo tiempo para ir a dormir porque Aitana tenía la noche difícil (que después de dormir en la misma habitación con su abuela, en Elda, pasar a una habitación más bien oscura y en soledad no es un cambio agradable. Toses aparte, que está constipada además). No, no, si son más de seis los que llevo en la cuenta: "El club de la Lucha" y "Fantasmas" de Chuck Palaniuk, "Golpe de Efecto" de Harlan Coben, "Días aún más Extraños" de Ray Loriga, "El Puente" de Iain Banks, "Pensad en Flebas" de Iain M. Banks (o sea, el mismo autor del de "El Puente" pero con la "M" de más con la que firma su obra de ciencia ficción), "Sherlock Holmes y la Boca del Infierno" de Rodolfo Martínez y "Dorada" de Lucius Shepard. Al ritmo que voy, este verano bato todos mis récords. A ver si comento alguno de ellos el próximo día que migre al frío de la biblioteca de mi pueblo y llegue con el suficiente tiempo, o con suerte de no toparme con la funcionaria mala, como para darle a las teclas un rato.


No sé si hay alguien ahí, al otro lado; pero si está usted leyendo esto, pues vaya con dios, amigo. Y cuidado con el verano, que lo carga el diablo con balas Dum-Dum.


Si lo sabré yo.