9.4.07

Este año ha tocado Cádiz.





Este año ha tocado Cádiz.

Dicen que el ser humano es un animal de costumbres. Aparte de coincidir en lo de que somos animales, de bellota en muchos casos, reconozco que este seguro servidor de ustedes es de los de costumbres. Y como Ana, mi respectiva, también lo es, pues hemos convertido en costumbre lo de salir unos días en Semana Santa, coche mediante, de ruta de Paradores Nacionales donde nos lleve el viento para conocer lugares y, sobre todo, sabores nuevos. Que seremos animales de bellota, quizá, y de costumbres, seguro; pero, sobre todo, lo que sí somos los dos es animales de buen comer. Así que el viento nos lleva cada año a un punto cardinal distinto, lejano siempre, donde nos perdemos paseando mientras dejamos atrás el cansancio de la vida real y el peso de sus obligaciones, andurreando por la historia del lugar y empapándonos de sus culturas, artísticas y gastronómicas por igual.

Este año ha tocado Cádiz, sí, donde tenemos unos pocos pero buenos amigos, de esos recientes que adquieren solera de la buena a las primeras de cambio, de los que da tanto gusto ver porque los ves muy de tanto en tanto, aunque siempre con la sensación de que la última vez fue ayer.
Los amigos en Cádiz –Rafa, Isabel, y sus herederos Daniel y Laura–, ejercieron de cicerones casi a jornada completa, los pobres, enlazando visita tras visita mientras esquivábamos, ay, las procesiones de Ku-Kux-Klanes que se multiplicaban en el casco viejo por las tardes. Cicerones de una ciudad a la que aman con orgullo sin disimular, una ciudad que llevan clavada bien dentro, y que si está llenita de colores y formas coloniales no lo está menos de sabores del cagarse. Y qué sabores... Desde la barra del Faro, donde probamos la sorprendente tortilla de camarones, una suerte de témpura de gambas diminutas tan exótica como exquisita –el día en que los gaditanos decidan exportarlas al Japón se forran–, hasta el almacén de la calle Veedor, con unos pinchos de tortilla de impresión y un jamón con muchas jotas que te clavaba en el suelo; pasando por El Dorado del Puerto Real, claro, donde nos sacudieron con un cazón en adobo de tantos kilates como los dos platos de chocos que nos arreamos entre pecho y espalda ya entrada la noche. Pescados frescos allá donde nos llevaron, un gran jamón y cerveza, mucha cervecita helada para el que suscribe y vinos variados para la parienta, que engañaba así al régimen esquivando las rubias frescas mal que le pesara. Aunque no todo fuera comida, oigan, que también nos dimos nuestros paseos por la ciudad vieja, un Santo Domingo en limpio y sin racimos dispersos de cables telefónicos de acera a acera, y descubriéramos lugares mágicos, como siempre ocurre en vacaciones, como lo hermoso por anacrónico de algunas de las calles, o las vistas impresionantes desde la Torre Tavira, con esa Bella Escondida mostrándose sólo a los pájaros, o lo blanco de la catedral por dentro y por fuera (¿cuatro euros la visita? Fenicios...) y el mar eterno que rodea a una ciudad que es una isla.

Pero para lugar mágico, el de la foto.

Juaki también es de Cádiz, aunque su parienta Susana sea de Jerez de la Frontera y vivan y trabajen allí, junto a sus hijos Daniel y Alejandra. Algunas obligaciones médicas nos llevaron a vernos a medio camino, a comer los once juntos en un restaurante de carnes junto al mar, donde se habló de libros y cine, de la vida y los trabajos y del oficio de escribir, que aunque no es profesión para nosotros sí es oficio, y serio. Y quedamos para dos días después en el chalecito junto a los acantilados que los Revuelta tienen en Conil, a una media hora de distancia de Cádiz que se quedó en cincuenta minutos por aquello del perderse y dar la vuelta.
Y, señores, Conil sí vale perderse, y hasta una guerra o dos si me apuran. Un paraíso junto al mar bravo desde el que se ve el Trafalgar donde se murió España pegándose cañonazos contra el Almirante Nelson. Lugar de acantilados naturales aún moderadamente urbanizado donde choca ver un hotel nuevecito casi a línea de playa, o que la casa del concejal de urbanismo sea un palacete como el que tiene montado el Ozimandias en las nieves; o quizá una cosa explique la otra, como de costumbre, y lo que choque de verdad es que en Conil gobiernen los Verdes (verdes como los billetes, como decía Rafa). Pero, en el fondo, el lugar es magia pura aún casi libre del turisteo que todo lo mata. Acantilados sobre un mar limpio y claro, y una arena sin colillas ni jeringillas que abraza una ciudad chiquita y blanca repleta de alemanes jubilados más listos que el hambre.
La playa de los acantilados es, además, una copia natural de la del planeta de los simios. Sorprende descubrir que en el remoto futuro, cuando el calentamiento global se cargue el planeta y las aguas se merienden Manhattan, la señora de la antorcha viajará medio mundo hasta instalarse en Conil, provincia de Cadi-Cadi, para pasar allí sus últimos días rodeada de monos con mala leche para poder saludar al Charlton Heston y lanzarle un guiño. Lista como los alemanes, Miss Liberty. Que, como dice el dicho, los de Cádiz nacen donde les da la gana; y la de la Antorcha, que fue franchute y se mudó a la Gran Manzana por cosas del curro, por aquello de la libertad que personifica, tuvo que nacer en Cádiz. Que ni es mal lugar para nacer, ni mucho menos para morir.

Gracias Rafa, Isabel, Juaki, Susana, Daniel, Laura, Dani y Alejandra. Y hasta la próxima, que será mañana.