23.4.07

El valor de una vida y una muerte

Liviu Librescu nació en Rumanía durante el año 1931. Era un niño inteligente, muy despierto y curioso ante la rapidez de los cambios que se sucedían a su alrededor, en su bella Bucaresti natal que en aquel entonces parecía destinada a competir en hermosura y dinamismo con las otras dos bellas Europeas: Praga y París. Allí creció como todos los niños, creyéndose inmortal, sin pensar que la vida tenía un final preparado a la vuelta de cualquier esquina. Todopoderoso en su mente de niño, debió asistir sin ver a la salida militar de los Nazis hacia todas las direcciones, al apoyo del gobierno Rumano al Tercer Reich y al inicio de la guerra. Pero para cuando él y aquellos que sobrevivieron en su familia fueron obligados a alojarse en el guetto judío de Ploiesti debió despertar al mundo de la forma más cruel.
Aún era un niño en edad, pero en cinco años envejeció cincuenta.

Después de sobrevivir al confinamiento y a la crueldad de quienes años atrás eran sus vecinos, la familia de Liviu siguió viviendo en su país asistiendo atónita al surgimiento de un nuevo totalitarismo, el comunista, ante el que se revelaron como no puede ser de otro modo en quien ha sido maltratado por un totalitarismo anterior. Liviu se convirtió en un sedicioso, se negó a jurar lealtad al nuevo régimen encarnado en un partido y vio cómo su brillante futuro como ingeniero aeronáutico se iba al garete. Antes de que su misma vida acabara del mismo modo que su carrera, y con la ayuda del entonces primer ministro Menajem Beguin, Liviu Librescu se trasladó junto a su mujer en 1977 al único lugar donde no podría nadie infravalorar su importancia como profesional en base a su religión judía: Israel.
De allí hasta su cita con el destino las cosas comenzaron a salir bien; sus estudios e investigaciones alcanzaron reconocimiento mundial en su especialidad mientras sus hijos crecían en apariencia a salvo de ese mundo feroz donde se había criado él. Llegó a ser profesor de dos universidades israelíes, descubriendo una nueva vocación desconocida, la docencia, y comenzando a lanzar con ello trocitos de pan a la paloma de la muerte. En 1984, aprovechando una excedencia, se trasladó a los EEUU, tierra de oportunidades, dicen, y decidió quedarse allí para siempre, consiguiendo trabajo como profesor en la facultad de ingeniería y mecánica de la Politécnica de Virginia.

El lunes 16 de abril del año 2007 era un día especial para Liviu Librescu: en su primer país de adopción, Israel, se celebraba el "Día del Holocausto", conmemoración de un tiempo terrible que no debe ser olvidado y homenaje a quienes murieron en los campos y guettos de concentración así como a quienes lograron sobrevivir en los tiempos oscuros de la Europa Nazi. Como superviviente del guetto de Ploiesti, Liviu acudió a su trabajo inundado de amargura: uno no puede sentirse orgulloso de haber vivido cuando sólo un golpe de suerte te separa de quienes murieron torturados. En clase atendía a sus explicaciones un grupo de hijos con contrato temporal –que es lo que son los alumnos cuando eres profesor de vocación–, cuando un grupo de detonaciones secas, no demasiado fuertes, como petardos de niño, precedieron a un coro de gritos y terror. Los pasillos de la facultad se inundaron de jóvenes ensangrentados que huían de un Rambo de pacotilla nacido en Corea del Sur con la cabeza repleta de cuervos, pájaros negros y carroñeros, y los bolsillos ahítos de munición del 9 milímetros para su pistola automática Glock –austríaca de fabricación, como Hitler– y del calibre .22 para una semiautomática de origen patrio. El joven Cho Seung-Hui, con apenas 23 años (otro día hablaremos del número 23), con ese nombre de dos apellidos separados por un guión que suele acompañar según los apologistas de la conspiración a todo asesino en masa que se precie, andaba sudoroso y gritando enloquecido por los pasillos de clase en clase disparando indiscriminadamente con sus armas dotadas de cargadores de gran capacidad –prohibidos por Clinton, recuperados por Bush–; los otros jóvenes, los que huían hacia el interior y las alturas del edificio contra toda lógica que dictaría que esa carrera contra la muerte debería dirigirse hacia el exterior, transportaban un aterrador mensaje: haceos los muertos, saltad por las ventanas que no tengan rejas, porque alguien ha encadenado las puertas de salida y la facultad se ha convertido en un atolladero.

Liviu Librescu era un superviviente. Su experiencia en un guetto judío acosado por los nazis rumanos había sido toda una escuela de la vida, donde la diferencia entre continuar en pie o acabar en un horno radica a menudo en la rapidez con que tomas una decisión. En la clase, la confusión y los lloros se habían adueñado de aquel grupo de jóvenes que habían tenido la gran suerte de nacer en un primer mundo ajeno a la guerra; sus alumnos, sus hijos temporales, estaban a punto de morir.
Y tomó una decisión.
Liderando al grupo, hizo que los más fuertes desencajaran las ventanas de sus guías mientras el resto acercaba varias mesas para facilitar la huida. Se situó frente a la salida mientras los chicos escapaban, y cuando el eco de los pasos del asesino llegó hasta él a través de la madera de contrachapado y el cartón, Liviu empujó con todo el peso de su cuerpo y se apoyó contra la salida impidiendo que el joven Cho Seung-Hui accediera a la sala. Todos sus alumnos huyeron; sufrieron cortes, torceduras, magulladuras, pero huyeron. Mientras lo hacían, escucharon varias detonaciones fuertes y otras más débiles, como bolsas de chucherías cuando las haces explotar, tan ridículas como cargadas de muerte. Para cuando Cho Seung-Hui logró atravesar la puerta a través de la cuál había disparado contra lo que fuera que cerraba su paso, empujando con fuerza el cuerpo muerto y ensangrentado de Liviu Librescu, nadie con vida quedaba allí dentro.

La clase de Liviu Librescu sobrevivió, al contrario de lo que sucedió en otras varias del mismo piso. 32 personas murieron antes de que la que sumaba 33 decidiera vaciar su cráneo con un proyectil del 9 milímetros parabelum. El país de las oportunidades, de las muchas oportunidades que tiene cualquier hombre libre para adquirir sin demasiados problemas desde revólveres del .44 hasta subfusiles y rifles de asalto, había perdido en el Día del Holocausto a un héroe y a un villano.

Librescu fue enterrado en el cementerio de Raanana, en Israel, donde vivía uno de sus hijos, acompañado de su mujer Marlena con quien llevaba casado 42 años. Las palabras de Marlena cuando el cuerpo de su marido llegó al aeropuerto fueron terribles: "Él era muy humano". Puta humanidad, debió pensar Liviu Librescu en sus últimos segundos con vida. Puta humanidad.



Liviu Librescu salvó a sus alumnos de una muerte a la que siempre había podido esquivar. Pero esto es la vida real, ya saben, donde los héroes son los primeros en morir, nuestra aterradora vida real tan injusta como sólo puede ser la vida y tan irónica como su hermana la muerte, una vida que imparte lecciones tan lapidarias como la de Liviu, aquel que había sobrevivido a un Holocausto para morir asesinado por un gilipollas.