11.10.07

11-10-77

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Dicen que sólo los afortunados o desafortunados que gozan de una mente superdotada son capaces de recordar aquello que les sucedió antes de algún punto indefinido situado habitualmente en la frontera de los dos años de edad. Al parecer, estos genios intelectuales pueden hasta rememorar imágenes estáticas de cuando aún se encontraban calentitos dentro del vientre materno. Desconozco si todo esto es cierto, o uno de tantos datos imposibles de certificar que uno saca de los Muy Interesantes y demás comida rápida literaria que devora en las consultas médicas o mientras espera a que el peluquero acabe de afilar sus herramientas, pero la verdad es que yo sí conservo recuerdos anteriores a los dos años; no tan lejanos como para sentirme dentro de una placenta pero sí como para ver el techo de la habitación de mis padres desde la cuna, o recordar mi sorpresa ante el movimiento de las cortinas de sus ventanales y hasta alguna imagen difusa de una película en blanco y negro que, creo, ya adulterado el recuerdo con la experiencia, era de miedo y tenía lugar en un museo de cera.

Con todo, sé que no soy ningún genio superdotado intelectualmente. No lo lamento, no crean, ni creo que mi vida hubiera sido mejor de haber tenido embutido dentro del cráneo un cerebro más privilegiado. Pero todo esto viene a cuento porque si algo me sorprende de mí mismo aún hoy, cuando ya pocas cosas debieran hacerlo, es el extraño funcionamiento de mi memoria: soy incapaz de recordar nombres de personas hasta que no escucho y asocio a una imagen esos nombres un buen montón de veces; soy incapaz de recordar un número de teléfono, más allá de propio y del de mi mujer, a fuerza de repetirlo año tras año, como incapaz soy de recordar dónde se encuentra una calle cualquiera o cómo llegar a cualquier lugar donde ya he estado previamente hasta que el trayecto no se convierte en senda milenaria después de transitarlo una y otra vez. Pero sí recuerdo con toda nitidez libros leídos, paisajes amplios de cualquier cosa siempre que no lleguemos al reduccionista detalle de la letra o el número y, sobre todo, momentos completos de mi infancia. Y de entre todos los recuerdos de mi infancia, el primero que puedo rememorar con absoluta claridad pertenece al día 12 de Octubre del año 77.

Es apenas una secuencia breve. Estoy dentro del coche de mi tío Vicente, junto a mi tía Justi y mis dos primas, Ana, la mayor, y Elena, de mi edad. Elena, de hecho, está ya en los cuatro años; a mí me quedan aún dos meses para cumplirlos, pero ya enseño los cuatro dedos cuando me preguntan y voy adiestrando la mente para decir "cuatro" cuando siempre he dicho "tres" (el tiempo corre de otra manera dentro de la mente de un niño para quien toda la existencia se concentra en tres años y diez meses). El coche se mueve por una calle muy ancha, y recuerdo un semáforo en rojo. Hay mucha excitación dentro, recuerdo a mi prima Ana aleccionándome acerca de algo que debo hacer y a mi tía Justi preguntándome si tengo ganas de conocer a mi hermana. Porque justo un día antes, el 11, acaba de desembocar en este mundo perro y lleno de amargura el bebé que luego se convertiría en mi compañía más cercana durante casi dos décadas. El recuerdo se acaba ahí, en el semáforo en rojo; es una lástima no ver imágenes del hospital, o de mi hermana con rostro congestionado del esfuerzo en brazos de mi madre, tan joven entonces, o a mi padre y el bigote que, creo, llevaba por bandera en esos días. Es una lástima, pero como ya dije antes no soy ningún genio intelectual y los bancos de mi memoria andan desordenados de forma harto caprichosa.

Luego ya vienen otros recuerdos posteriores; ver la tele con ella sentada, gordita y sonrosada, en su carrito; hacerla rabiar y cuidarla al tiempo, y en general una sensación de satisfacción con el nuevo juguete. No fui un niño celoso; en realidad, durante treinta y tres años y algo no fui celoso, quizá porque nunca hasta hace bien poco he tenido sentido de posesión hacia ninguna persona, y los niños celosos lo son porque creen (legítimamente, pienso) que sus padres les pertenecen por completo. Así que aquella niña vino más bien para darme compañía, consuelo, y entretenimiento que a jorobar con su presencia. Y algo sí me jorobó con el tiempo, ojo, que carácter siempre tuvo; y más aún la jorobé yo a ella, desde plantarle un trenecito que daba vueltas en el pelo hasta enredárselo sin remedio (o con el único remedio de usar la tijera para resolver el desaguisado) hasta otras pillerías infantiles del estilo de jugar a meter el cable de un teléfono viejo por un enchufe, a ver si funcionaba, con la única victoria de escuchar una pequeña explosión y hacer saltar los plomos, pasando por darle miedo algunas noches con la amenaza de un mosquito gigantesco que debía comer niñas, cuando aún compartíamos habitación. Ah, claro, y por el hecho inevitable de contagiarle todo virus o bacilo con que me iba encontrando en la niñez, que es una putada involuntaria pero putada a fin de cuentas.

Hoy ese bebé al que fui a conocer el día 12 de Octubre del 77 ha cumplido treinta años. Los cumple en otro país, en Lisboa, donde trabaja y vive aún más lejos que yo de su familia. Como ambos somos músicos, nos vemos más bien poco desde hace ya demasiados años, de vacaciones en vacaciones y de navidades en navidades; pero la verdad es que sé que ella está ahí, ahí, al alcance de la mano si fuera preciso, y creo que ella sabe que yo estoy aquí. Y eso podrá ser poco, pero sí es bastante.

Feliz cumple, hermanita.