16.2.06

Donde Vaquerizo

Ayer noche, lo sabrán ustedes, se falló el Premio Minotauro de Fantasía y Ciencia Ficción, o viceversa; o sólo Fantasía, si así lo quieren, porque hasta el momento la Ciencia Ficción (y vamos por la tercera edición) brilla, entre los ganadores, por su ausencia. El Premio le ha sido concedido a Javier Negrete, excelente escritor madrileño, por su obra "Señores del Olimpo", presentada con el falso título de "Dinastía Celeste" y el seudónimo "Profesor Challenger". Hasta aquí no cuento nada que no sepan, creo, o que no puedan averiguar con facilidad en cualquier web de noticias fandomitas o hasta en el "Qué Leer" de Marzo, que éste es un premio ya importante por haber cobrado cierta trascendencia incluso dentro del extraño mundo de la literatura generalista. Para que nos entendamos, y entre nosotros, éste es El Premio.
Pero hoy he venido a hablar de esas pequeñas cosas que suceden antes, durante y después del fallo de un premio literario de postín; esas cosas que no nos cuentan las crónicas más frías, las que escriben los que llevan al pecho ese poderoso blasón llamado "pase de prensa", o las que no nos cuentan otros tantos compañeros que suelen centrarse en el fallo en sí, en los cotilleos acerca de las obras finalistas presentados bajo seudónimo, y que acaban con una mirada a la historia del premio, a la del autor ganador, y un vistazo (casi siempre equivocado) de lo que promete ser la obra vencedora. La mía es la crónica de un friki, de un espontáneo con los ojos muy abiertos que fue a sufrir y a divertirse, con lo difícil que es eso, a conocer a quienes admira desde la distancia y a volver a encontrase con amigos a los que apenas ve.
Empezaré por el final; pero no para ir hacia atrás, como dicen los del programa de Garci que van las películas de Christopher Nolan, sino porque el último momento de risa del día llegó al final del todo, al entrar en casa a eso de la una de la mañana con varias bolsas en las manos, unas repletas de cafés en cualquier variedad posible, y las otras con picos y minipicos traídos de Cádiz. Como tres kilos de picos, oigan. Y mi mujer que me mira, recién secuestrada del sueño, y me dice entre legañas "¿y eso qué es?". "Picos y minipicos. Y cafés, te, descafeinado instantáneo... y creo que alguna otra cosilla", respondo asomándome a la enorme bolsa roja con el logo de Marcilla estampado al frente que nos regalaron al salir de la discoteca. "¿Cafés y picos de pan...?", me pregunta extrañada. Y se cumple, uno de esos milagros, la predicción lanzada por Rafa Marín unas horas antes, mientras cenábamos en un Vips de Alcalá: "¿Pero tú vienes del premio Minotauro, o del supermercado?".

Pues a lo mejor, ambas cosas. La velada comenzó a las siete, en el hotel donde pernoctarían los finalistas, algunos, y varios miembros del jurado. Que no diré el nombre del hotel porque el señor Rubalcaba andaba por allí, no sea que me cierren el blog por desvelar algún retorcido secreto de estado. Allí estaba Rafa y su mujer, Isa, y poco después apareció Ángel Torres que venía de dar un paseo por aquello de bajar la temperatura. Porque, y espero no ser indiscreto con esto (que yo creo que no), Ángel Torres era otro de los finalistas, autor de un space opera desenfadado que aún no he podido leer y del que hablaba con la íntima satisfacción que utiliza un padre para hablar de su hijo recién licenciado. (Por cierto, Ángel, mucha suerte con la novela).
El caso es que me aguardaban con la mentada tonelada de picos y minipicos, a sabiendas del vicio que tengo por ellos, y con caras menos relajadas de lo habitual y miradas furtivas hacia todo el que cruzaba por delante de la mesita de café en la que nos sentamos. Luego supe que Rafa, en plan detective (le encanta serlo), había concluido que los otros finalistas anónimos debían andar por allí, ya que tanto él como Ángel (que iba de tapado) compartían alojamiento. Allí todo el mundo tenía cara de escritor, lo juro. Hasta Rubalcaba.
Isa me confirmó lo que yo ya sospechaba: que había más nervios alrededor de aquella mesa que entre la tripulación del Titanic media hora después de estamparse contra el cubito de hielo. Una cosa es aparentar normalidad y otra muy distinta ser inhumano, ya me entienden, y ni Rafa ni Ángel estaban demasiado concentrados en la conversación, aunque ésta era jugosa: que si el uno le decía al otro que a ver si se compartía el premio entre los cinco, que si el otro le decía al uno que nanai, y que, de no estar en el hotel, los otros finalistas debían ser de Madrid. O del otro lado del charco. Que si (estupenda broma, Ángel) yo me quedo hasta el domingo, porque los de la editorial me lo han pedido y... ¿ah, tú no?
Poco después apareció Rodolfo Martínez, ganador del premio en su segunda edición y miembro del jurado en la presente. "¿Qué tal van mis sobornos...?", "Bien, bien. Si cuando entres en la habitación hueles a jamón de bellota, tú no te asustes". "Suerte para todos", dice Rodolfo ante la puerta del ascensor. "Suerte para ti", dice Rafa, "que me he traído el puño americano y como no gane mevíacagáentusmuelas".

De allí nos fuimos todos hasta el lugar del evento, una discoteca llamada "Alegoría" y sita en la calle del Cid. Que parecía una señal, ya puestos, porque la novela de Rafa habla del de Vivar, aunque no trate de él. Yo salí algo antes, escopetado, con las bolsas de picos en las manos para poder meterlas en el maletero del coche y no ir haciendo el tonto toda la noche.
Ya frente a la puerta de "Alegoría" nos encontramos con Alfonso Merelo (llegado con adelanto en el AVE. Sí que corre el trasto, vaya) y con Juan Carlos Campo, amigo magistrado y gadita de Rafa e Isa. "¿Dónde están las entradas?", le pregunto a Fonzo. "Ah, no sé. Dentro, supongo". "Pues muy bien, macho. ¿Y ahora cómo entramos?".
Pues con dos cojones y mucha cara. Alfonso le dice al segurata que es del servicio de prensa de la AEFCFyT (que es verdad), y que la entrada la tienen dentro. El segurata, que le ve cara de serio, le deja pasar sin mucho trámite. Yo, aprovechando el rebufo, me cuelo detrás con un "vengo con él. Con el de la barba". Que menos mal que había dejado los minipicos ye-yé en el coche e iba yo inmaculado con mi atuendo a lo Gary Cooper en Solo Ante el Peligro. Rafa, que se había dejado las entradas a saber dónde, se sonríe y, empujando a los de delante por si los seguratas se arrepentían, comienza a decir con mucha flema: "Que nosotros somos los candidatos". Y todos dentro.
La discoteca "Alegoría" pretende ser muchas cosas. Alegóricas, se entiende. Pero se queda en pub grande a lo gótico, con luces melifluas de colorines psicotrópicos que apenas alejan la oscuridad imperante y con un par de notas haciendo una espantosa performance con la música ambiente. Como quince o veinte aparatos aparcados sobre una mesa enorme, y sólo para emitir ruido (ruido. Ruido. Como el de la tele cuando se pone a nevar dentro). Y cuando no era ruido, la musiquilla ambiente, de disco de relajación de los sesenta, estaba a tal volumen que lo de la conversación natural se ponía muy difícil. Todo ello rodeado por trastos evocadores que a mí hasta me pusieron nervioso: sillones de madera de los coros de las iglesias, un enorme barco dieciochesco colgado del techo, un órgano de capilla (donde estaba el vestidor, creo) y cuadros de lo más raro. De uno de ellos salía en relieve una cabeza y un par de manos; cómo no sería la iluminación y el ruido de la performance, que en una de aquellas Isa dijo "pues yo creo que el bicho ése está cada vez más fuera del cuadro. Antes lo he mirado y estaba más dentro". Lo peor de todo es que tenía razón. A estas horas, lo-que-sea-que-salió-del-cuadro debe andar por la Cibeles.

La figurilla del Minotauro, por cierto, estaba a dos pasos de donde logramos apalancarnos nosotros. Iluminada cenitalmente con luces rosas, verdes y amarillas, daba la sensación de pesar lo suyo (como luego confirmó el ganador): Y es bonita, oigan. Muy bonita. Entre lo del peso evidente y los cuernos, uno ya barruntaba si usarla de arma contra la-cosa-del-cuadro, por si un aquel, ya saben, cuando en aquel momento empezaron a llegar los canapés.
Si el vino blanco era flojito, no vean los canapés. De horror. Los que no quemaban, estaban fríos. Los que no empalagaban, se atascaban en la garganta. Salvo las empanadillas, porque creo que estaban buenas y porque al quemarme las papilas gustativas me facilitaron el trabajo de la noche, que no era otro que el de ingerir todo lo que se pasara por delante, como un enloquecido, como si el mundo se acabara, como si no hubiera comido en tres meses. No sé qué tienen esas bandejas de canapés (sospecho que hay cierta relación con el vertiginoso escote de las camareras), pero a uno le rompen las certezas de la vida y lo metamorfosean en energúmeno. Dicen que había sushi, pero no lo vi. Casi mejor.
El que apenas comió nada en toda la velada fue Rafa Marín. Ángel, relajado en cuanto pisó la discoteca, buscó a viejos amigos (que es lo que todo el mundo hace allí, según parece) y se puso a tragar, como todos. Pero Rafa no. Que si se le quitaba el hambre luego. Que si no era plan de beber y luego recoger el premio medio borracho; o no recogerlo, caso de perder, y empezar a farfullar el "mevíacagáentusmuelas" que se convirtió en una de las coñas de la noche. Él no lo reconocía, pero estaba nervioso, como no puede ser de otro modo. Y algo más en cuanto lo llamaron a posar a la entrada, ante uno de esos paneles con publicidad que vemos en la tele, junto al resto de candidatos: Ángel Torres, Rafa Marín, Alberto de la Rocha y, sí, Javier Negrete. Un gran rival para cualquiera. El peor de todos, posiblemente.
A partir de ese momento, para mi sorpresa, Rafa se relajó y volvió a ser Rafa. Aproveché para dar una vuelta, por aquello de ver si me topaba con alguno de los famosos que andaban por allí (si es que somos todos iguales, qué le vamos a hacer). Dicen que Espido Freire y Javier Marías, entre otros, pero yo no los vi. Sí que vi al de la barba de chivo del "Tomate", bebiendo una copa mientras esperaba a que apareciera alguien, supongo, de los que tienen todas esas cosas tan interesantes que decir, tanto que abarrotan las parrillas televisivas día a día. Pero en una de aquellas me topé con Julián Díez, a quien había saludado ya al entrar, que hablaba con un individuo enorme, pero enorme de verdad, con perilla y cara de buena gente y a quien acabé por reconocer: era Eduardo Vaquerizo, otro estupendo escritor a quien la casa, Minotauro, acababa de editar una novela. Un señor a quien yo hacía más bien bajito a tenor de las fotos que había podido ver por la web, pero que no se acababa nunca. Dos metros de Vaquerizo. Que cuando vuelvo junto a los Marín y le digo a Rafa "oye, pero qué enorme que es Vaquerizo, joer", me suelta "sí. Es que Eduardo es todo un referente dentro del mundo de la ciencia ficción". Y me lo dice con esos brillitos suyos en los ojos. Porque de entre toda la discoteca de oscuridad y ruidos, atestada de gente, sobresalía con suficiencia el corpachón de Vaquerizo.
Cuando se nos había olvidado qué era lo que hacíamos allí (y sólo queríamos unirnos a las luces melifluas, sólo eso, unirnos a ellas, sólo unirnos y flotar, sólo unirnos y...) atronó la megafonía y se nos avisó de que el gran momento había llegado al fin. Una fila enorme de jurados se adelantó y subió a una tarima (faltaba el señor Savater, quien hubo de marchar con anticipación), todos serios como si los fuéramos a fusilar a lo bruto, con piedras. O con canapés. Francisco García Lorenzana leyó el acta del fallo del premio en calidad de secretario del Jurado, y dijo al fin que la ganadora, por cuatro votos a tres, había sido la novela "Dinastía Celeste", escrita por el "Profesor Challenger"; a la sazón, Javier Negrete, como supimos, aunque ya lo sabíamos, tras abrirse y leerse la plica.
El hombre subió junto a los jurados, tomó la escultura, la dejó de inmediato, de tanto pesaba, y agradeció el premio en un discurso pronunciado con tantos nervios que comenzó blanco y acabó sonrosado. Un buen discurso, emocionado y sincero. Luego se lo llevaron a una rueda de prensa y ya no lo volvimos a ver.

Lo que sigue es menos interesante, supongo. Tanto Ángel como Rafa se lo tomaron con filosofía y naturalidad. Es lo que tienen los premios, que puedes ganarlos o perderlos. Y todos sabemos que Javier Negrete es un escritor como la copa de un pino, así que el escozor lógico que tiene que darte tener la meta tan cerca y que te pase uno por la derecha en el último momento pues seguro que escocía menos. Comenzaron entonces los cánticos gaditas: "Somos de Cadi y hemos venido a emborracharnos... y el resulta-do-nos-dai-guaaaaaaal", o el "CadiCadi, oé", que soltaban con una fugacidad asombrosa, todos serios, como si con ellos no fuera la cosa. Luego, los últimos coletazos, decidimos irnos a cenar algo antes de que cerrara todo Madrid (aunque eso no pasa nunca). Julián Díez se apuntó, ya que ve poco a los amigos gaditanos y siempre apetece aprovechar estos momentos, que para eso son, y poder hablar de lo que a uno le gusta con quienes gustan de lo mismo. Así que el hombre fue a despedirse de algunos amigos para después buscar a Rodolfo, no fuera que el asturiano quisiera aprovechar también para charlar un rato con la expedición sureña.
Pasan los minutos y Julián no aparece. Ángel anda algo agobiado, entre la música espantosa y las luces psicotrópicas, y el resto del personal tiene ganas ya de salir de la alegoría de todo y de nada en la que nos habíamos metido. Pero claro, Julián no aparece.
"Joé, ¿dónde está Julián?", "que se ha ido a buscar a Rudy, y a despedirse de los amigos. Pero que viene, seguro. Que no nos marchemos sin él". "Pos no lo veo". "Pos yo tampoco, joer ya, pero es que cualquiera lo ve con la luz que hay y la cantidad de peña que pulula por aquí, toda de negro". "Pos habrá que buscarlo, ¿no?". "Pos dime cómo lo encontramos...".
Y la respuesta llega sola. Muevo la cabeza, busco apenas entre las sombras y localizo el faro, el referente. Y al ladito está Julián. Donde Vaquerizo.

Lo que resta es sólo una cena algo extraña entre amigos que se ven poco. Extraña por la comanda, que en la cocina debieron flipar más que un fumao en "Alegoría" cuando se encontraron con una hamburguesa, un par de sandwiches, otro par de ensaladas... y dos platos de tortitas con nata, caramelo y fresa. Todo de primero. Café no tomamos porque íbamos todos cargados hasta las cejas de productos Marcilla (y el libro "El Prestigio", de Priest, que la editorial regaló amablemente a todos los presentes) y nos daba palo. Que parecíamos la junta directiva de Marcilla, vaya. Se habló allí de literatura, del género, del fandom, y también de cine y del premio (recordemos que Rodolfo era parte del jurado). Me despedí de los amigos gaditanos con esa amargura disimulada que cada vez me cuesta más disimular, y, tras acercar a Julián Díez a su casa, acabé la noche como les he contado al inicio.

Se echó de menos a Joaquín Revuelta, caído a última hora por un problema que no viene al caso (y que espero ya se haya solucionado), y también a Juanmi Aguilera, gran amigo de Rafa y a quien seguro le dolió más no poder asistir al evento que el esguince que se lo impidió. Sólo añadiré que fue una noche de nervios, amarga aunque repleta de esos momentos simpáticos que luego uno recuerda con una sonrisa en los labios. Como cuando pienso en que, en este mundo tan pequeño que es la literatura de fantasía y ciencia ficción, y viceversa, si uno se pierde siempre puede quedar donde Vaquerizo.
Como dice Rafa, todo un referente.