Pues verán ustedes, pretendía yo escribir una reflexión acerca de lo podrido que me parece todo lo que rodea a los grandes medios, lo asqueroso del modo de hacer política de hoy día y de lo mucho que me avergüenzo de la derecha y de la izquierda patria en el triste asunto de los atentados de Madrid. El caso es que a mitad de reflexión me ha dado un acceso de rabia y lo he borrado todo, a tomar por culo, y he decidido colgar aquí un relatillo que escribí hace ya cuatro años largos, el diecisiete de enero del 2002, tras enterarme de la muerte del protagonista del mismo. Por aquel entonces admiraba yo al personaje; hoy día sigo admirando su producción profesional.
Escribía fatal, aunque sólo hayan pasado cuatro años, y soy consciente de ello. Pero el pobre relato dormía el sueño de los justos y creo que es hora de que salga a pasear.
Que lo disfruten.
"IN MEMORIAM
Aglaredhel puso un poco más de comino en la caldereta; no le gustaba que el gusto de la carne invadiese en exceso el guiso.
Era él un elfo un tanto diferente: amaba la comida de los humanos, en especial la carne estofada, dormía tanto como ellos e, incluso, de tanto en tanto se regalaba una siesta, a su particular entender la más grande aportación de los hombres a la creación. Sus congéneres acostumbraban a mirarlo ceñudos a causa de esos poco habituales modos de comportamiento aunque, pese a todo, o quizá por todo ello, fuese bastante famoso; sería por su excentricidad más que por sus amplios conocimientos, poco significativos pese a varios milenios de entretenida existencia. O tal vez por la facilidad que tenía en lo que a romper arcos se refiere, destrozando incluso alguno manufacturado en Rivendel y entre cuyas propiedades se contaba la de ser irrompible.
No era una buena época para pasear solo por el norte de Gondor; demasiado frío, muchas bandas de ladrones orcos y animales de rapiña famélicos. A menudo se levantaba atenazado por el frío preguntándose qué balrogs se le habrían perdido a él tan lejos de casa, y si la visita que pretendía hacer a un amigo –y que era en definitiva lo que le había llevado hasta allí– no podría posponerse hasta el verano. En fin, después de tres meses de viaje en soledad, aquella noche estaba siendo particularmente extraña: sin sonidos, más fría de lo habitual, carnívora. Algo macizo y pesado ocultaba el brillo de la luna, y Cururur –su actual y desdichado arco– descansaba muy cerca del guiso, atento y a la espera de cualquier contratiempo.
Un escandaloso crujido llegó desde unos matorrales situados a unos treinta metros a su espalda. Crujido, acompañado después de un brillo antinatural, boreal, y un súbito golpe de viento que casi apaga la discreta hoguera encendida con sumo cuidado por Aglaredhel. Cururur y una flecha habían sido tomados con tal rapidez que un quejido surgió del arco. Ante aquel gemido del arma el elfo gris hizo algo tan desacostumbrado como todo lo demás en él: sudó. Que Melkor se me lleve, pensó, otro arco roto y seré el hazmerreír de toda la Tierra Media. Tras el matorral, una oscura voz.
–¿Qué cojones pasa aquí? ¿Ya me he muerto? Coño, pues estamos buenos.
–¿Quién está ahí? –gritó Aglaredhel. A su voz, un humano enorme, alto, gordo, medio calvo y terriblemente feo se alzó tras los matorrales. Vestía una curiosa túnica blanca, demasiado liviana en aquel frío, atada sorpresivamente a la espalda, y no parecía armado. El feo anciano miró con curiosidad al elfo.
–Vaya, menudo paraíso celestial de pacotilla –murmuró para sí–. Porque espero que puestos a tener vida después de la muerte, quién lo iba a decir, no me haya tocado en suerte el infierno. Y viene a recibirme un querubín rubiales, el primo de Cupido, lo menos, y con pinta de querer convertirme en pincho moruno con esa mierda de arco –concluyó saludando con la mano a Aglaredhel–. Buenas noche, señor don loquesea. O señorita, vamos; o lo que tenga usted a bien ser, que entre que no veo nada claro sin las gafas, esas melenas suyas que se gasta usted y la voz aflautada del gritito de antes. –Observó durante unos segundos al elfo–. Verá, joven, sin mariconadas, ojo, pero ¿podría usted ayudarme a que me llegase al fuego? Que tengo un frío de tres pares de cojones, oiga. Y aparte de una vez ese arco de colorines, copón, que no soy un jabalí.
Aglaredhel volvió a repasar con la mirada al extraño hombretón. Aquella inesperada aparición, aquel aspecto, con la túnica blanca, y la profundidad de su voz y lo poblado de las cejas le recordaban mucho al bueno de Olórin. Después de todo, bien podría ser un mago.
–¿Sois un Istarí, señor? ¿Amigo de Mithrandir, quizá? –preguntó esperanzado.
–Con perdón de usted, ¿la madre de quién?
–Que si sois mago, buen señor...
–Vaya, y ahora me sale con lo de la parla arcaizante. Pues no, joven, no soy mago –miró a su alrededor–. O no lo era, vamos, porque después del viajecito éste ya no sé ni lo que sé. Que ya es no saber. En todo caso, lo que sí soy es un viejo gordo entiesado por el frío. Y como veo que lo de acompañarme no ha acabado de captarlo usted, que vaya ángeles maleducados que se gastan en este cielo, me acompañaré yo solito al fuego, si no le importa –dicho lo cual abandonó resuelto los matorrales en dirección a la hoguera. Aglaredhel bajó el arco; era evidente que el individuo era tan feo como inofensivo. Además de que a aquellas alturas resultaba evidente que no le asustaba demasiado ser apuntado por el arco de un Sindar. Curioso individuo.
–¿Hacia dónde os dirigís, buen señor?
–Pues mire que no lo sé. –Desde el fuego, el hombre observó al elfo–. Digo yo que debo de haberme muerto, lo cual tampoco me sorprendería mucho, que andaba bien cascado; que no es que me guste, vaya. Pero como en el asunto de morirse no hay mayor solución, y aquí no parece que vaya a aparecer ni san Pedro, ni santa Rita, ni ningún otro comité de bienvenida, pues... ¿Por dónde queda la capital del sitio éste?
–Hacia el sur, a unas 100 leguas.
–Joder. Leguas dice. Entonces debemos andar por las Castillas. Pues sí que hace frío, sí, yo que pensaba que había ido a aterrizar en los pirineos oscenses.
–¿Cómo decís, mi señor?
–Nada, joven, jovencita... lo que sea. Preguntaba que cómo se llama usted.
–Aglaredhel Hiladil, de los Puertos Grises.
–Pues le acompaño en el sentimiento, oiga.
–¿Cómo?
–Que muy eufónico el nombrecito. ¿Fue hijo no deseado, verdad?
–¿Cómo?
–Que nada, hombre. Mis felicitaciones a su padre, que mucha imaginación, o mucha mala leche, debió tener el hombre.
–¿Y vos? –preguntó Aglaredhel confundido por completo por la extraña verborrea del visitante.
–Camilo José Cela. De Padrón, para servirle a usted y a su santa madre. Pero puede llamarme Don Camilo, que es como acostumbran los cercanos.
El elfo dejó la flecha en su aljaba, destensando la cuerda del arco para evitar accidentes.
–Curioso nombre el vuestro, hasta para un Istarí. Si no sois Mago, ¿qué sois?
–Vaya con el florido lenguaje del indefinido éste. Pues verá usted, me dedico a inventar historias; aunque hay quien dice que lo que hago es pagar a quien las inventa, que me parece una memez, dicho sea de paso. Anda que no hay cosas que decir.
–Vaya –Aglaredhel sonrió–, también yo soy bardo. Qué casualidad.
Don Camilo observó largamente al elfo. Después meneó la cabeza, incrédulo
–Pues mire usted qué bien. Qué alegría me da. Y por cierto, ahora que estamos entre colegas –Don Camilo desvió la mirada hacia la cazuela–, además de frío acabo de percibir que también tengo algo de hambre. Y no acostumbro, ¿sabe usted? –Señaló el guiso– ¿Qué es eso?
Aglaredhel aceptó lo incomprensible de la situación. Al fin de cuentas adoraba a los humanos, y aquél era uno de los más raros con que jamás se había topado. Dejó arco y aljaba junto a su manto de dormir y se acercó al guiso.
–Caldereta de Fornost, Don Camilo. ¿Gustáis?
Don Camilo sonrió –Venga."