El hombre camina despacio. Da una patada a un canto rodado y se detiene un momento para ver cómo se aleja, mirando la piedra con ojos serios, calmados. Luego busca la luna, casi llena, que se asoma brumosa en el horizonte del atardecer rojizo.
Cuando entra en la casa, la mujer se acerca para posar un beso fugaz sobre sus labios. Le acerca una silla y el hombre se sienta exhalando aire ruidosamente. Posa sus manos sobre los riñones, estira la espalda y gruñe. La mujer, seria, la carne pegada al hueso, alza las cejas mirando a su hombre. Se acerca, le toca la frente con los dedos y luego se aleja hacia el fuego, donde se cuecen unas patatas junto a un puñado de judías verdes y un hueso viejo de jamón. Mueve el guiso y, sin volverse, dice: has vuelto sin el abrigo, con el frío que hace. Ya me dirás qué has hecho con él. Si quieres.
El hombre baja un poco la cabeza y se frota los ojos cansados con el pulgar y el índice de su mano zurda. Se lo di a uno, dice.
A uno. ¿A qué uno?
No sé. Uno.
Pues espero que fuera uno todavía más pobre que tú.
No sé, dice el hombre quitándose la camisa, pero tenía más frío que yo.
Baja el sol sobre las colinas. En las calles sólo quedan los perros cuando llegan a caballo los primeros nacionales armados con fusiles de cerrojo y antorchas. La luna brilla, casi llena.
Casi llena.
14.9.08
Suscribirse a:
Entradas (Atom)