29.3.06

Pecados

Desde hace unos meses participo en unos conciertos de carácter didáctico que se celebran todos los martes, cuyo objetivo es el tratar de acercar a los jóvenes la música clásica y los diferentes instrumentos que componen la orquesta sinfónica. En mi caso particular, me ocupo de tocar fragmentos de piezas musicales compuestas desde tiempos del barroco hasta finales del siglo XX para el oboe, mi instrumento; una compañera me acompaña al piano, y un señor, presentador de radio, se ocupa de ofrecer una mirada a cada uno de los fragmentos, así como de contar ciertas particularidades del oboe que, la verdad, no interesan un pimiento a los pobres críos que van al concierto con la firme determinación de perder una hora de clase sentados en un sillón cómodo y viendo a un tipo soplar como un descosido para hacer sonar algo de música aburrida.
Son tantos los conciertos previstos para el ciclo (en los que se repite siempre el mismo programa), que uno ya hace tiempo que se permite no mirar a la partitura y pasear la vista por entre el público, para descubrir las reacciones de un personal tan hostil en el inicio como sincero en sus respuestas posteriores. Descubro, para empezar, que el programa está muy bien compensado; si hoy pudiera variarlo no creo que cambiase ni una de las obras: todas gustan. Aunque es una alegría constatar que Mozart engancha aun cuando ellos no sepan que es Mozart, o que les sorprende y les divierte el caos ordenado del barroco francés de Marin Marais. Pero las explicaciones les aburren mortalmente; toda la atención que conseguimos la pianista y yo al tocar se pierde al instante en que el presentador se lanza a tratar de convencerlos de que aquello (y usted, el crío de la tercera fila, haga el favor de callarse) es música con mayúsculas, y no las mierdas que están habituados a oír en casa. Dice, no sin razón, que es un error creer que la música popular de hoy día (y con asco disimulado murmura "el pop y el rock y el punchinpunchin") es la evolución directa de la mal llamada "música clásica"; dice que existió una música popular contemporánea a los Mozart y Beethoven y Schumann, así como una música "seria" contemporánea a las músicas de hoy día que los pobres chavales acostumbran a escuchar. Y no dice, aunque lo piense y sí lo deje traslucir, que una música es "buena" y la otra "mala".
Comenzando por asumir que los niños son niños pero no son tontos, lo que está claro es que jamás debes tratar de imponer un criterio con discursos bordes y demagógicos. Sobre todo cuando nadie está de acuerdo. Sin ir más lejos, el tipo vestido de negro con camisa repleta de letras japonesas que toca el oboe en el concierto. O sea, éste seguro servidor de ustedes. Así pues, debo ser un pecador. Que sí: me encanta la música popular, en especial la inglesa.
Dejemos claro que lo de "fan irredento" de Frank Sinatra y Michael Buble no es el disfraz de tipo guay con el que disimulo mis gustos; esos tipos son buenísimos. Pero voy a ser sincero y voy a desnudar mi alma: mi pecado es, en concreto, una debilidad confesa por el pop inglés. También me gusta el rock de los Rolling Stones y Queen, o el pop-rock de U2; joder, que hasta me gusta el heavy de Deep Purple y, sobre todo, Iron Maiden (una nota simpática para acólitos de los Maiden: viví durante dos años en el 22 del Paseo de las Acacias). Pero lo mío, para escarnio eterno y disfrute de mis amigos de Valencia, es el pop inglés de bandas: lo que yo llamo "Herederos de los Beatles". Está claro que reducir a los Beatles a simple banda de música pop (o rock, o pop-rock) es tanto como decir que Leonardo da Vinci dibujaba bien; pero lo bien cierto es que son dos de sus obras maestras (los álbumes "Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band" y "Magical Mistery Tour") las que marcan una forma de hacer música que tantos grupos posteriores han copiado, unos cuantos desarrollado y muy poquitos evolucionado. Tengo discos y discos de pop inglés de los 80 y los 90; The Police (algo punks en apariencia, aunque lo que hacían era mucho más de pop que de pop-rock o de punk-rock), The Verve, The Communards, Genesis y, sobre todo, REM. También me gustan los solistas como Phil Collins, Elton John o ese chico nuevo, James Blunt, que ha hecho un disco de referencia (aunque el personal haya acabado hasta los huevos del segundo tema del álbum, el "You're Beautiful" con el que nos saturan en forma de politonos desde las navidades). Antes de caer en la desgracia y sufrir los pitorreos eternos de esos amigos valencianos que mencionaba antes, debo puntualizar (que los veo venir) que ni me gustan los Take That ni las Spice Girls. Ojito.
Ése es mi pecado. Soy un profesional, sí, un intérprete de oboe de la mal llamada "Música Clásica"; pero según quién, debo ser uno de esos Cardenales victorianos de bestseller que, en la intimidad, lee y estudia libros de física y cree en la evolución de las especies.

Y a lo mejor les cuento mañana acerca de mi debilidad por los libros de Harry Potter. Aunque esa sea otra historia y tenga un final feliz.

19.3.06

Dos libros

Aunque un título más adecuado para lo que siento sería algo como "Dos Libros que he Leído Últimamente y que me han Roto Todos los Esquemas", o, con menos pelos en la lengua, "Dos Libros que me han Jodido pero Bien".
Los libros en cuestión son la antología de cuentos de Ted Chiang "La Historia de Tu Vida" (Ed. Bibliópolis) y el último trabajo de Milan Kundera publicado en castellano "El Telón" (Ed. Tusquets, colección "Esenciales"), un ensayo en siete partes sobre el arte de la novela.
Poco tienen que ver el uno con el otro, tanto en el continente como en el contenido, en intenciones o hasta en el lector potencial para el que han sido escritos. El primero es una excelente antología compuesta por los ocho primeros relatos del señor Chiang que se viste con traje de ciencia ficción y fantasía para sacudir al lector con soluciones o nuevos enigmas dentro de las grandes preguntas de siempre. Todos los relatos son pequeñas piezas de relojería Suiza en cuanto a construcción, desarrollo de la trama, cuidado en la presentación de los planteamientos y, sobre todo, el modo en que se nos muestra el tema de cada uno de ellos, oculto siembre bajo ese traje cienciaficcionero del que les hablaba, y cómo el autor se preocupa por contarnos mucho más de lo que parece acerca de lo que a él le preocupa. Y sin resultar pesado, arcano, o pretencioso. Por ejemplo, en el relato que da título a la antología, se nos muestra el modo en que el contacto con una inteligencia extraterrestre podría llegar a afectar a la percepción humana de las cosas; desde el punto de vista de una lingüista que trata de establecer contacto con los extraños visitantes, de comprender un idioma incomprensible e inhumano, asistimos a un proceso de cambio profundo en la psique humana y comprendemos que un contacto tal conduciría al caos más profundo, entendiendo el "caos" no como algo maligno o terrible, sino como un alteración absoluta de lo que entendemos como natural. Pero más allá del argumento del relato, el autor nos muestra una pregunta típica de cuento cienciaficcionero, además de su respuesta, curiosamente opuesta a la que casi todos nosotros imaginaríamos: ¿qué ocurriría si, de algún modo (que no pienso desvelar aquí), pudiéramos conocer el futuro? El futuro más íntimo, más cercano, un futuro que va a ser tan descarnado como acostumbra, que nos va a traer el momento más amargo y duro de nuestra existencia: la muerte en la juventud de nuestra hija. ¿Qué ocurriría si, conociéndolo, nos pudiéramos evitar ese dolor? Chiang nos dice que el futuro no puede ser cambiado (no en el escenario construido para el relato); pero nos muestra que, además, no lo cambiaríamos en todo caso: nos presenta flashes de la vida de la protagonista con su hija; no gratos precisamente, sino naturales, repletos de asperezas y cotidianeidad. Nos lleva de la mano hasta el momento de conclusión, despertando opiniones contradictorias y obligándonos a ponernos en el lugar de la lingüista para, cuando ella decide continuar adelante con esa vida que la va a golpear de un modo tan terrible, lograr que el lector asienta y comprenda.
Kundera hace un ensayo acerca de la novela como arte, como género artístico independiente de otras formas de literatura; hace un recorrido en planeador por la historia de la novela, y nos habla también de la cultura universal, de cómo varía la percepción de los valores del arte dependiendo del país desde el que se observa y critica una determinada obra. De la hipocresía de las sociedades en el tratamiento de la cultura y el arte. Parece un ensayo escrito en un solo trazo, opiniones maduradas durante años de observación y meditación, pero vertidas en el libro sin mucho orden. Lo más interesante de todo, a mi juicio, es la idea de Kundera acerca de la naturaleza de la Novela, los porqués de su independencia de los otros géneros líterarios y de su necesidad como vehículo de contemplación y valoración de los valores humanos. Kundera nos dice que una novela es novela en tanto complete, o comprometa, la información de que disponemos sobre el ser humano, sus objetivos, sus necesidades, sus limitaciones y virtudes y defectos.
El libro de Kundera, leído en verano del año pasado por primera vez, me hizo cuestionarme como escritor. Nunca antes me había observado a mí mismo desde tanta distancia, y el veredicto no fue demasiado favorable: ¿qué he hecho, o pretendido hacer, con mi literatura? Entretener, por supuesto. Pero ¿es algo que no hayan hecho otros antes, andando el mismo sendero que transito yo, y mucho mejor que un servidor? ¿Pueden, finalmente, utilizarse géneros como la CiFi o la Fantasía para completar ese enorme e incomprensible mapa de la esencia del ser humano? Sí, es evidente que sí, porque nos lo han demostrado en demasiadas ocasiones grandes autores de género.
El señor Chiang, sin ir más lejos.
Teoría y práctica en dos libros. Lo que debe hacerse, y cómo puede hacerse. Cómo se ha hecho ya, en definitiva. Qué rabia. Qué envidia.
El libro de Ted Chiang no es perfecto; desde un punto de vista literario, el autor abusa de los adverbios (en especial de los acabados en -mente), su lenguaje no es demasiado elaborado y resulta áspero en muchas ocasiones. Puede escribirse mejor, sin duda; pero no puede "hacerse" mejor: antes de leer el libro de Chiang, escribí un relato en el que el protagonista conocía el futuro. Los resultados de mi relato, leído ahora con la suficiente perspectiva, contrastándolo con el de Chiang, lograron lo mismo que el texto de Kundera: me cuestioné a mí mismo como autor.
Y, por segunda vez en muy poco tiempo, el veredicto no fue demasiado favorable.

1.3.06

Que me lo han robado

Cosa más rara, oigan.
En mi lugar de trabajo habitual, donde la música, se producen robos desde que el edificio se fundara allá por los lejanos ochenta. De tanto en tanto le desaparece a un músico un frac de las cajas de viaje, o un vestido pijo y caro de alguna músico (que ya me dirán ustedes por qué no llamarlas músicas, cuando se convertirían así en la viva representación de lo que hacen). Una cartera de las taquillas, donde en teoría sólo pueden entrar miembros de la orquesta, un par de teléfonos móviles que son sustraídos en la cafetería...
La cafetería en cuestión atrae tanto a los cacos como la "Espe" a los problemas. No sólo los móviles que vuelan para siempre haciendo honor a su nombre -siempre los más nuevos y caros, que una cosa es que un tipo sea un ladrón, digo yo, y otra que tenga mal gusto-, sino también otros objetos cada cuál más bizarro: un paraguas con Mickey, periódicos deportivos (es el robo más habitual. Entiendo que el leuro que valen es mucho gastar para tanta porquería impresa), un bocadillo de atún, tomate y anchoas (verídico). El otro día, un tenor de un coro Checo le robó la chaqueta a un colega mío: el tipo salía del auditorio con ella bajo el brazo, como quien no quiere la cosa. Lo paran en la puerta, mi colega le requisa la chaqueta, "esta chaqueta es mía, figura", y el checo, haciéndose el sueco, "que qué chaqueta. Que la debió coger por error de la cafetería. Que misa no habla con tusa castellano". En fin.
Pero lo de ayer no tiene nombre. Que me lo han robado.
Acostumbro a leer en la cafetería. Soy el rarito de los libros, para que ustedes me entiendan. Y acostumbro a leer tochos de todo tinte, como ya he dicho por aquí en alguna ocasión: que tanto me da "Guerra y Paz" que las de G. R. R. Martin, que perlas como "Jonathan Strange y el señor Norrell" (excelente libro del que hablaré otro día y que devoré en la mentada cafetería). Libros de género negro, de costumbrismo patrio, hasta de cocina... Un menú rico y variado, como es de esperar. Últimamente venía repasando un libro de ensayos y críticas de CiFi llamado "Jabberwock", por culpa del libro incalificable (de bueno que es) del señor Ted Chiang a quien pienso odiar eternamente. El caso es que en el librito, una especie de anuario con lo mejor editado a lo largo del año en cuanto a críticas serias, se analiza entre otras muchas cosas la obra de Chiang; un libro de críticas y ensayos, repito. Una cosa más bien sesuda y fea de aspecto, con contenidos demasiado especializados y nada atrayentes para quien esté acostumbrado a leerse los clones del "Código" o los premios Planeta.
Me levanté del sillón para pedir un cortado descafeinado, dejando el Jabberwock sobre la mesita acristalada. Bromeé un poco con el camarero a costa del Madrid (hoy día da gusto ser del Valencia en Madrid), y cuando regresé el libro no estaba.
Un libro de ensayos. De críticas. Lamento repetirme, oigan, pero es que me han robado un librito de ensayos y críticas. De CiFi, además.
El mundo debe estar más loco de lo que yo pensaba, porque empiezo a pensar que todas mis esperanzas acerca de un futuro mejor descansan sobre los hombros de los cacos del Auditorio Nacional.